No hay que darle muchas vueltas a lo ocurrido en Culiacán. El Estado Mexicano ha claudicado ante los criminales y se ha rendido, de nuevo, ante la presión. Y digo de nuevo porque, a diferencia de lo que opina un sector de la oposición, hay que aceptar que lo que estamos viendo no es algo que haya aparecido de súbito con el nuevo gobierno. Es una falla estructural que por lo visto, a la llamada “Cuarta Transformación” no le interesa resolver: el viejo déficit de legalidad en un país donde nadie cumple la ley o donde la justicia sólo aplica “en los bueyes de mi compadre”.
Todo el mundo lo sabía y Culiacán lo confirma: para vergüenza de todos los mexicanos, somos el país donde el que no transa, no avanza, y parece que eso va a ir para largo. La frase ahora debe, más bien, completarse: el que no transa, no avanza y el que no amenaza, menos.
Para decirlo en palabras del hoy entrañable líder opositor Andrés Manuel López Obrador: el gobierno acaba de enviar a “los de mero arriba”, a los “machuchones” de la delincuencia organizada, ni más ni menos que las pistas, las contraseñas para la segura obtención de impunidad. El Mayo Zambada, el Mencho, lo que queda de los peligrosísimos Zetas, los asaltantes del transporte público, los secuestradores, los ladrones de autos y miles de organizaciones delictivas, brincan de gusto.
Esos grupos delincuenciales ya sospechaban, y ahora saben muy bien, cuál es el camino para tratar con el gobierno mexicano independientemente de quién esté en la presidencia. Y hasta barato les va a salir porque antes, era conocido que esas organizaciones destinaban millonarios recursos en pagos de protección a funcionarios, a militares, a policías. Ahora, una exhibición de fuerza será suficiente.
En ese sentido, nos debe preocupar el arreglo, la negociación establecida con el aval de un presidente que aspira a “transformar” el país. Pero lo más grave es que este acuerdo con delincuentes para liberar a una persona sobre la que pesan órdenes de aprehensión con fines de extradición a Estados Unidos, es que pone la vara alta en el nivel de la presión que ha aceptado históricamente el Estado Mexicano.
No me cabe la menor duda que la Caja de Pandora que abrió el acuerdo para liberar a Ovidio Guzmán no es un éxito de la política de “abrazos y no balazos”. Todo lo contrario. Maquiavelo decía: “El que tolera el desorden para evitar la guerra, tiene primero el desorden y después la guerra”. Por eso, a partir de ahora, esa guerra que no quiere el presidente pero que está aquí, entre nosotros, va a tener manifestaciones de mayor violencia, como el terrorismo, como vía de presión a la autoridad, pues ¿para qué tomar una ciudad, como lo hizo la gente del “Chapito”, si puedo tomar un edificio público, un hotel, un avión y amenazar con matar rehenes?
Hagamos un poco de memoria. Como somos un país que tiene Constitución y leyes, pero no estado de derecho, todos los presidentes han aceptado dar carta de naturalización o cerrar los ojos ante alguna ilegalidad, antes que hacer valer la ley. Para no irnos muy atrás en la historia: ¿Por qué Carlos Salinas, otro presidente que aspiró a ser transformador, no procedió legalmente y con la fuerza del Estado en contra de los manifestantes de un partido político que durante meses, incluso años, mantuvieron cerrados carreteras de accesos y los propios pozos petroleros en protesta de un “fraude electoral” y en demanda de la salida de un gobernador (Roberto Madrazo) en Tabasco?.
Más recientemente, ¿Por qué el presidente Peña Nieto no aplicó el estado de derecho en contra de los normalistas de Ayotzinapa que tomaban carreteras y secuestraban camiones, pudiendo de paso, quizá, haber impedido la trágica desaparición de los 43 tras los episodios aquellos de Iguala? ¿Por qué tampoco intervino el Estado Mexicano cuando anarquistas protestaron violentamente contra las reformas estructurales aprobadas en ese sexenio?
La respuesta a esta interrogante es la misma que asumió López Obrador cuando fue informado que Culiacán estaba sitiada por cientos de delincuentes, con armas de alto poder, mejores que las del Ejército, y que amenazaban no sólo con rescatar a sangre y fuego al hijo del Chapo, sino incluso, atacar a militares, a sus familias y a la propia población civil que trataba de protegerse en medio de un clima de guerra.
López Obrador confirmó que como gobernante, no es distinto que sus antecesores respecto a enfrentar con la ilegalidad (no actuar) la ilegalidad de quienes presionan al gobierno. Le preocupa que haya muertes, pero las masacres se han incrementado en su gobierno a niveles nunca antes visto y no quiere pasar como presidente represor, aunque ahora mismo, por su trato a quienes no protestan violentamente por el estado actual de cosas en el país (empresarios, adversarios políticos, medios de comunicación y periodistas) ya se le considera autoritario.
El jueves negro del presidente es el peor augurio para el país. El Estado Mexicano no sólo no tiene la capacidad, la estrategia y la inteligencia para hacer frente con éxito a la inseguridad, habida cuenta que se desmanteló la Policía Federal y se regresó a la Marina a sus cuarteles, sino que se niega a hacer valer la ley. La estrategia o más bien, la ausencia de estrategia, es un modelo que falló antes de Sinaloa y el López Obrador opositor debería pedirle al López Obrador presidente, la renuncia del gabinete y la aceptación de que no puede haber paz y seguridad, ni transformación de México, si le seguimos dando la espalda a la ley.