Andrés Manuel López Obrador tiene la oportunidad no solo de ser un buen presidente, sino también, por paradójico que parezca, de reformar el sistema de partidos, única vía para acceder al poder, mientras no se eliminen de la ley los obstáculos y las trampas impuestas a los candidatos independientes. La condición sine qua non es que AMLO sea un líder democrático, no autoritario ni egocéntrico como Salinas de Gortari, Felipe Calderón y Peña Nieto, y que los vicios del PRI y del PAN no se reproduzcan en Morena.

 El PAN tardó 50 años en ganar la primera gubernatura (Baja California) y 61 en obtener la presidencia. Movimiento Regeneración Nacional lo consiguió en menos de un lustro. Después de ser atropellados por AMLO el 1 de julio, el desafío del PRI y del PAN consiste en no desaparecer. Con menos gubernaturas, diputados y senadores que Acción Nacional, repudiado incluso en los estados bajo su control —en todos perdió José Antonio Meade—, sin liderazgo y con la moral por el suelo, la subsistencia del PRI luce imposible. Ninguno de sus gobernadores, como ocurrió con Peña cuando lo era de Estado de México, tiene la influencia ni el presupuesto para encabezar un movimiento de reconstrucción.

Desde su frágil posición como segunda fuerza política nacional, el PAN deberá superar primero la división provocada por el  excandidato presidencial Ricardo Anaya; ser un partido con mayor capacidad de resistencia le da cierta ventaja. Sin embargo, la corriente de Felipe Calderón y su esposa Margarita Zavala podría derivar en una nueva formación política, como en su tiempo ocurrió con el PRD de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz  respecto del PRI. La última figura del PAN con autoridad moral para reunificarlo era Luis H. Álvarez, pero ya murió, y a Diego Fernández de Cevallos lo inhabilita su cercanía con el expresidente Salinas.

Frente a un AMLO legitimado con 30 millones de votos y un Morena  avasallador, el PAN y el PRI deberán actuar con inteligencia dentro y fuera del Congreso. Ni aprobarlo todo ni rechazar cualquier iniciativa del próximo presidente. Meade y Anaya jamás crecieron debido a a su escasa o nula credibilidad. Actuar como único candidato de oposición le permitió a AMLO marcar la agenda y el ritmo de las campañas. La alianza PRI-PAN, tejida por Salinas de Gortari y Fernández de Cevallos tras el fraude electoral de 1988 contra Cárdenas, y renovada con Fox y Calderón contra AMLO, anularon cualquier posibilidad de victoria de Anaya y Meade.

Los riesgos de tener en la presidencia a un líder controlador como AMLO y un Congreso  dominado por Morena, es la tentación autoritaria y la repetición de errores cometidos en los 18 últimos años. Sin embargo, el futuro del PRI y del PAN no dependerá, en principio, de los desatinos del futuro gobierno, sino de su aptitud para renovarse y adaptarse a las nuevas circunstancias, de su capacidad para reconciliarse con la ciudadanía y de su voluntad para sanear sus estructuras y atacar la corrupción desde sus gobiernos como Javier Corral lo hace en Chihuahua.

El proceso puede derivar en partidos menos cupulares,  cercanos y comprometidos con la población, una democracia de mayor calidad y, lo más importante, fortalecer el sistema de pesos y contrapesos frente a un presidencialismo poderoso. Si el PAN negocia con Morena una agenda legislativa abierta a la sociedad y suma sus votos para aprobar reformas constitucionales, sería el fin del PRI. Pero si éste se asimila a AMLO, el nuevo bipartidismo lo formarían Morena y el PAN.