El sentido del humor no solamente es un buen indicador de la inteligencia de una persona, también es un buen termómetro de la tolerancia en una sociedad. El estudio del humor ortodoxo, teórico, reconoce tres posiciones, que son también funciones del mismo: la posición de superioridad, la de la incongruencia y la del alivio. La posición de superioridad es conservadora, pues pretende que lo noble es sólo digno de veneración y lo vulgar es digno de burla. Es un tipo de comedia que se utiliza para defender un status quo mediante la ridiculización de aquellos a quienes se considera que no están bien integrados a las convenciones sociales; las novelas picarescas están repletas de este tipo de personajes. Las posiciones de incongruencia y alivio, por otro lado, son complementarias y más bien se enfocan en develar las farsas humanas, tanto individuales como sociales, para dejar al descubierto, por decirlo en una frase, todos los trajes invisibles del emperador. Al profanar aquello que los fanáticos e hipócritas consideran sagrado (que puede ser desde un rito hasta un líder político), la comedia se convierte en una denuncia dura y a la cabeza de las ironías que mantienen alienado al individuo. Hasta aquí, recapitulando, las ideas principales son que la comedia abordada desde una posición de superioridad es conservadora y absolutista; la que se aborda desde las otras posiciones, es emancipadora y relativista. Esto ocurre desde los antiguos griegos hasta nuestros días, pasando por ejemplos magníficos como Molière, Lope de Vega, Sullivan y Gilmore, entre otros igualmente destacados.

Actualmente, se vive en una época en la que el péndulo de la intolerancia política ha regresado, con el megáfono de las redes sociales. Los activistas políticos que enarbolan supuestas causas progresistas se erigen en censores inapelables de la libertad de expresión. “La comedia debe tener límites”, dicen, pero su argumento no es más que un corolario de su verdadera convicción: a saber, que lo que debe estar limitada es la expresión de ideas por cualquier vehículo. No es una idea nueva. Al final de los años sesenta del siglo pasado, las universidades en Estados Unidos de América se llenaron de grupos radicales que, en nombre del liberalismo, abolieron la libertad de cátedra, indexaron libros que no se adecuaban a sus ideologías específicas e intimidaron profesores para que modificaran sus criterios de evaluación cuando el examinado pertenecía a una minoría agraviada. En la actualidad, las generaciones millennial, centennial, Z (o como sea que se llamen esta semana), son especialmente sensibles, también, a cualquier disenso que se salga de la esfera de lo que ellas mismos han determinado como debatible. En algunas bibliotecas escolares se están incluyendo advertencias en libros clásicos, para que los lectores no se vayan a ofender: El Quijote, por ser antifeminista, Tom Sawyer, por hablar de la esclavitud en los Estados Unidos de América, To Kill a Mockingbird, por el uso (necesario) de la palabra nigger, etcétera. Y estas advertencias se incluyen no porque los libros sean una defensa específica de ideas discriminatorias, sino por el simple hecho de haber sido escritos con la cosmovisión de esas épocas. No es broma. Las normas de redes sociales, como Facebook o Twitter, donde un algoritmo censura palabras de manera automática sin tomar en cuenta el contexto, es parte de lo mismo, y es francamente distópico: las palabras sin contexto no significan nada. Lo que puede ser discurso de odio es una idea, no una palabra aislada. De hecho, es tan estúpido censurar palabras en sí, que si se niega su existencia no podríamos ni siquiera denunciar a quien las usa.

El punto principal, se insiste, es que esta fiebre de censura de los participantes de una izquierda liberal que se cree progresista, es vieja, y les impide percibir que son ellos mismos todo lo contrario, pues la derecha conservadora y la izquierda genocida son las que a lo largo de la historia han reprimido el disenso, prohibiendo libros por inmorales, enviando a campos de concentración a quien piensa diferente y linchando a cualquier opositor, real o imaginario, todo en nombre de la bondad, de la Moral, del bienmpensantismo, de la libertad “verdadera” y de nociones similares. Afortunadamente, hay pequeños avances en contra de esta oleada: ya se colocó en el debate un término que describe perfectamente a esas personas cuyo mayor placer es arruinarle la vida a otros por usar palabras que no les gustan: izquierdistas antiliberales. Académicos, intelectuales, científicos, profesores, escritores y profesionistas de todo tipo ya se pronuncian en desplegados, cartas y artículos, denunciando a estos extraños productos de una sociedad que se está convirtiendo en su propia pesadilla totalitaria, mientras creen estar combatiendo la intolerancia.