Hoy es uno de esos buenos días para confesar que mi marido y yo hemos visto, no menos de una media docena de veces, Bajos Instintos, la película que convirtió en estrella a la actriz norteamericana Sharon Stone, a partir de una secuencia de menos de 10 segundos que han sido quizá los más rebobinados de la historia desde que las películas fueron accesibles al público en sus hogares a través de formatos diversos, lo mismo el cassette VHS que uno iba a rentar a Blockbuster, que los discos compactos digitales, los sistemas de televisión por paga que permitían grabar si la programación te tomaba ocupado, y por supuesto, mediante las grandes empresas que dominan hoy en día el streaming digital.
La escena se desarrolla, como todo mundo sabe, en una oficina policiaca donde un grupo de agentes interrogan a la escritora Catherine Tramell, interpretada por Stone, como sospechosa del homicidio de su novio, Johnny Boz, muerto en condiciones similares a una novela escrita por Tramell. El personaje habla con una soltura avanzada para la época (1992, año de la balcanización de la antigua URSS, de la elección de Clinton y de protestas raciales en California por el asesinato de Rodney King; de la lucha contra el apartheid en Sudáfrica, de Nelson Mandela, del fallido golpe de estado chavista en Venezuela y del populismo de Manuel Antonio Noriega en Panamá y de Fujimori en Perú) sobre la relación íntima que mantenía con la víctima del crimen que investigan las autoridades.
--Tendría que ser muy estúpida para matar a alguien tal y como lo describo en mi libro. Me estaría declarando a mí misma, asesina, dice Stone a los policias que tratan de acosarla preguntando si amarraba a su novio en la cama, o si utilizaba drogas mientras estaba con él. Ella responde con soltura que sí, y pregunta a Nick Curran (Michael Douglas, que luce igual de bello y espectacular que siempre) si lo ha hecho estando bajo el influjo de la cocaína.
Lo que ocurre luego es el cruce y descruce de piernas más erótico hasta nuestros días en la industria cinematográfica, unos instantes apenas, magnificados por la mirada de tres o cuatro agentes policiacos que acompañan a a mister Douglas en la escena que convirtió a la originaria de un pequeño condado de Pensylvania, en fulgurante símbolo sexual. Aquella imagen que muchos atesoran en su memoria, fue objeto de protestas diversas, no sólo de la actriz que con todo y la fama adquirida de femme fatale denunció un presunto engaño por parte del director de la película, sino incluso de organizaciones promotoras de lo políticamente correcto, tanto dentro del conservadurismo, que se daba golpes de pecho mientras seguramente rebobinaba la cinta en la casetera, como de organizaciones a favor de movimientos lésbicos y gays, que consideraban que la escena era el uso prototípico de la imagen de la mujer como objeto.
El guión de aquella película fue escrito, por supuesto, con una visión machista, la de presentar a una mujer capaz de engañar a todo el mundo a partir de su condición de género y del uso desvergonzado de lo erótico para hacer realidad sus perversos planes. Pero si bien nos han metido en la cabeza que “pasa en las películas, pasa en la vida real”, lo cierto que estereotipar a las mujeres a partir de ese tipo de imágenes no es la mejor forma de representar lo que las féminas somos en el mundo y en el país.
Por supuesto, tampoco somos aquellas que los consejeros del INE creen que somos, un puñado de sumisas que cuando el poder patriarcal dice que nos sentemos o que nos callemos, obedecemos sin protestar y bajando la cabeza. Ni brujas malvadas, ni ambiciosas sin sentimientos, ni pobrecitas a tutelar en materia laboral, económica o política. Las mujeres hemos ganado espacios de participación pública y de reivindicación a través de una lucha constante casi siempre al lado, y en algunas ocasiones, en contra de los hombres. Pero a la igualdad que aspiramos es de oportunidades, no es aquella que se convierte en cuota obligatoria en detrimento de los derechos del otro, en este caso, de los hombres.
Por eso me parece un despropósito que se decrete, al estilo del presidente López Obrador ordenando parar para siempre las inundaciones de Tabasco, que en las elecciones del 2021 al menos siete de las 15 candidaturas a gobernador en los partidos políticos, sean para nosotras. Sin lugar a dudas, conozco a decenas, a cientos de mujeres que tienen los merecimientos para dirigir y para administrar a un municipio, a un estado y al país. Lo han hecho y con éxito mujeres como Dulce María Sauri, como Beatriz Paredes, por ejemplo; me parece que tienen méritos para seguir creciendo en el servicio público Patricia Mercado, Xóchitl Gálvez, Lilly Téllez, Adriana Dávila, Lorena Beaurregard, Martha Tagle, y que en la sociedad civil, en el IMCO, en Mx contra la Corrupción y en Sí por México hay figuras que seguramente tendrán y merecen espacios de participación.
Pero tenemos que empezar por desechar lo políticamente correcto. Antes, era cerrarnos oportunidades. Ahora se corrió la visión al extremo y lo que nosotras queremos, se impone por decisión de la autoridad. Ni uno ni otro son aceptables. Como me dijo hace poco un amigo y coincido, las mujeres necesitamos romper los privilegios de los hombres pero no para establecer privilegios para nosotras sólo por ser mujeres. Si el INE quiere poner cuotas, que haga obligatoria una cuota de inteligencia y otra de honestidad; que para ser candidatos se elija a quienes garanticen ambos requisitos independientemente de su género. Juro por (Christian) Dior que así tendríamos más candidaturas que las que quieren regalarnos y que si la Suprema Corte de Justicia de la Nación no interviene, los partidos usarán, como siempre, para postular a las hijas de Manlio Fabio, a las novias del Niño Verde o a la que más aplauda en la mesa que más aplaude.
La paridad de género así concebida, equivale a un éxito de lo políticamente correcto, pero no ayuda a la lucha por la igualdad.