El 5 de marzo de 1984 firmé el contrato como sobrecargo para Mexicana de Aviación. Muchos vuelos, miles de pasajeros. De todo tipo; unos elegantes y amables, otros arrogantes sentados en sus asientos, otros felices por ir a algún destino. En los vuelos nocturnos llamados “Tecolotes” viajaban muchísimos paisanos que venían de algún lugar de Estados Unidos a visitar a sus familiares. Gente que lo dejó todo aquí en su tierra para buscar una vida mejor, personas a las que jamás olvidaré, y con la que tuve grandes pláticas.
En esa época, por lo menos en Mexicana de Aviación no había; no existían las “clases” en sus aeronaves. Solo estaba destinada una parte del avión para los fumadores, si mal no recuerdo era de la fila 20 hacia atrás.
Tuve el placer de conocer a muchas personas, de las “de a pie”, hermosas todas ellas, caballeros y damas que fueron amables y que serán inolvidables para mí. Atendí a muchos del medio del espectáculo. En 1986 cuando fue el Mundial de futbol en México volé con porras enteras de diferentes países que venían a apoyar a sus selecciones. Horas y horas de vuelo, pláticas cortas y amenas con las personas que generalmente se suben con temor a un avión. En vuelos largos podía tener conversaciones simpáticas y otras muy intensas que me hacían llorar, el pasajero lloraba conmigo, mientras sin sentirlo surcábamos el cielo…
Entre nubes blancas, y cielos índigo transcurrieron varios años de mi vida. Pasaba a miles de pies de altura tormentas bien sorteadas por los pilotos. Siempre trataba de tranquilizar a las personas, atenderlas, hacerles extensiva mi calma y la seguridad que llegaríamos con bien a nuestro destino. El ruido de los motores encendían mi ánimo. Cuando el avión Boeing 727 despegaba, por la ventanilla veía con emoción cómo todo se hacía pequeño. Atendíamos 165 pasajeros.
Volaba también el DC-10 con 315 asientos. Un avión mucho más grande y pesado. Lo sentía lento. Tampoco tenía ninguna clase. Todos los asientos eran iguales. En ambos, en vuelos internacionales servíamos comida exquisita, bebidas, café, champagne, vino tinto, frutas y quesos. Para mí, ver el cielo, estar dentro de él, a miles de pies de altura, en un ensordecedor silencio aeronáutico, con una visión azul intensa, con algodones de diferentes formas, blancos, límpidos, con sus contornos rizados dotados de cierto color ámbar. Mis ojos se perdían y mi alma y corazón también estaban en pleno vuelo; se arrancaban a soñar…
Un cinco de marzo de 1940 mi mamá de tan solo cinco años se subió a un DC-3 de la compañía Mexicana de Aviación. Ella iba sentada en las piernas de su mamá. La sujetó con fuerza porque el sobrecargo insistía que su hija debía ir en su asiento. “¡La niña no se mueve de aquí! El joven insistió y como una de esas pasajeras tercas y difíciles, la niña, se quedó en el regazo de su madre. Despegaron del Distrito Federal con destino a Veracruz, sobrevolando la Sierra de San Martín el avión perdió estabilidad por turbulencia. Los gritos despertaron a mi mamá, miró por la ventanilla y la blancura y forma de las nubes que había admirado minutos antes, había ennegrecido, el avión iba en picada… hasta que cayeron. Quedándose en la sierra tres días. Sobrevivieron todos.
Sí, cada cinco de marzo que me subía a un avión, estaba segura que nada me pasaría. Mi mamá y yo viajamos en varias ocasiones y a pesar de que ella había pasado por ese terrible accidente cuando abordaba un avión era feliz, muy feliz; tal vez porque lo asociaba con la emoción, con la alegría que sintió cuando fueron rescatados. Cuando los llevaron a Villahermosa que era su destino final y que la colmaron de regalos: pelotas, muñecas, vajillas minúsculas de porcelana, baterías de cocina…
El 19 de septiembre de 1985 llegué al aeropuerto a las cinco de la mañana. Ése día no tenía vuelo, tenía cumplir con una jornada de cinco horas a la que llamábamos “reserva”. Durante ese tiempo teníamos que permanecer en una en una sala destinada para eso; junto a ella había otra en donde estaban nuestros casilleros en los que nos depositaban los roles de vuelo y todo tipo de correspondencia.
Estaba platicando con un compañero de nombre Daniel. El televisor estaba a nuestras espaldas. Lourdes Guerrero y Juan Dosal, estaban en el noticiario. Comenzó a temblar. Una compañera se recargó en un rincón, dejándose caer lentamente hasta quedar hecha un ovillo en el suelo. La transmisión se interrumpió. Los casilleros comenzaron a chocar unos contra otros, haciendo un sonido metálico, rápido, sin ritmo. Daniel y yo nos pusimos en el quicio de la entrada, junto con Nieves, otra compañera. Ella había nacido en República Dominicana. Antes del terremoto nos había contado que su hermana había venido a visitarla. Le había pedido, le había rogado que no fuera a trabajar ese día y se quedara con ella. Blanca vivía en un departamento arriba de la famosa cafetería el “Súper Leche” ubicada en el Eje Central. Era un establecimiento grande en el que cabían más de 400 personas. El servicio iniciaba a las siete de la mañana. Mi compañera sobrecargo había salido de su casa a las 4 de la madrugada para cumplir con su trabajo dejado dormida a su hermana en una ciudad desconocida.
Después del movimiento, todo quedó en silencio. Nos avisaron que esperáramos que personal del aeropuerto iba a revisar las pistas haber si tenían algún daño. A las 9 me llamaron para ir a un vuelo a Monterrey, Nuevo León. En el DC-10. Rápido me olvidé del “temblor” corrí al avión y empecé con mis obligaciones.
El avión iba casi vacío. Me tocó atender la parte de atrás. Me olvidé del “temblor” porque había abordado un cantante que en esos años de juventud me fascinaba. Nunca imaginé al despegar, la tragedia que dejábamos abajo. Esa mañana, recuerdo que el ascenso fue gris, de un raro color. De inmediato regresábamos al Distrito Federal. En el umbral de la puerta me preguntó una persona si era cierto que habían bombardeado la ciudad; los periodistas sabían que había temblado y muy fuerte. Cuando estábamos próximos a sobrevolar la ciudad, y como el avión era espacioso los camarógrafos quisieron grabar desde el cielo la tragedia que abajo había.
Cuando bajé del avión y me dirigí a firmar mi llegada, el aeropuerto era un caos. Me dirigí a mi casa al norte de la ciudad. En el trayecto me fui enterando de lo que había sucedido. No había luz. No había teléfono. No había ningún medio de comunicación.
Cuando supe que los departamentos que estaban arriba de la cafetería del centro de la ciudad de inmediato pensé en la hermana de Nieves. El edificio había colapsado… mi compañera tardó horas en llegar buscando desesperada a su hermanita, miraba de un lado a otro y solo escombros y más escombros… heridos, muertos. Al fin, un juego de tenis había salvado a su hermana, un amigo había pasado por ella a las siete de la mañana.
El terremoto de que tuvo lugar el jueves 19 de septiembre de 1985 inició a las 7:19 de la mañana y fue de una magnitud de 8.1.
El sismo afectó en particular al Distrito Federal. Superó en intensidad y en daños el registrado en 1957 que hasta entonces había sido el más intenso de la ciudad. Aquel que en su sacudida desprendió de su pedestal al Ángel de la Independencia.
Yolanda Ruiz por circunstancias duras de la vida tuvo que irse varios años fuera de México a casa de uno de sus hermanos. Regresó por unos días para arreglar sus papeles. Llegó el sábado 27 de julio, tomó el teléfono para llamarle a la vecina. Antes de que nadie pudiese contestar colgó y le llamó a sus primas tabasqueñas que vivían en una privada en la Colonia Roma. Esa tarde se fue con ellas. En la madrugada, comenzó a temblar, todos salieron al patio.
El epicentro fue cerca del Puerto de Acapulco, las ondas sísmicas llegaron al Distrito Federal con una magnitud de 7.7 grados. Hubo un apagón de varias horas. Los medios entonces tardaban en anunciar los acontecimientos. A la mañana siguiente los defeños se impactaron cuando vieron que la Victoria Alada de siete toneladas y 6.7 metros de altura había caído durante el movimiento telúrico, sus alas inertes de oro y cabeza se desprendieron haciéndose pedazos. Estaba tirada en el corazón de Paseo de la Reforma.
El techo de la nave central de la Merced se colapsó. Los cines Cervantes, Colonial, Ópera, Encanto, Insurgentes, Gloria, Goya, Roble, Majestic y el Capitolio quedaron con daños estructurales y tuvieron que cerrar. El saldo final fue de 700 muertos y 2,500 heridos.
Durante ese terremoto Yolanda Ruiz y Leopoldo Lozano se conocieron, se casaron cuatro meses después y ahora yo, su hija es la que escribe este pedazo de su historia.
El 19 de septiembre de 2017 después de un simulacro, parecía irreal, que ese mismo día, 32 años después, la tierra comenzara a sacudirse, a incomodarse o a acomodarse. Estaba en un semáforo de Calzada de Tlalpan cuando sentí una rápida trepidación, pensé que era imposible que un camión pasara por el otro lado de la avenida y a cierta velocidad. Todo se detuvo. Las personas en el camellón que esperaban para cruzar la calle se detuvieron, los carros que estaban delante mío no se movieron, sus ocupantes bajaron de sus vehículos, yo, atrapada ahí en el tráfico esperé. A mi lado estaba un señor manejando un taxi. Con su cabeza apoyada en la puerta de su auto, esperaba a que el temblor cesara, pero seguía… bajé el vidrio y le pregunté: “¿Qué hacemos?”
“Nada. Esté tranquila. Ahorita pasa”. Pensé con cierto pánico que no podría salir de ahí, un camión de pasajeros estaba atravesado. De la nada, se movió y pasé como si me hubiese vuelto líquida. Ya cerca de la casa, ví a una señora recargada en una barda, llorando desconsolada, recargada en un bastón que se movía por el temblor de sus manos. Le dije que subiera a mi coche para llevarla a su casa. Avanzamos unas cuadras y ya no pudimos pasar, la gente corría gritando que había fugas de gas. No podía comunicarme con nadie…
Al siguiente día, como vivo al sur de la ciudad y fue una de las partes más afectadas salí con mis hijos a brindar ayuda. Todo era un caos, una pesadilla… lugares en los que había estado se habían derrumbado. Mis manos no pudieron hacer todo lo que hubiese querido.
El terremoto del 19 de septiembre de 2017 fue el martes a las 13:14 de la tarde. De una magnitud de 7.1. El sur de la Ciudad de México fue el más afectado. Se emitió declaratoria de emergencia. Se liberaron los fondos económicos necesarios para la atención de las víctimas del desastre. Enrique Peña Nieto decretó tres días de luto nacional tras el impacto del desastre.
De acuerdo a la Auditoría Superior de la Federación (ASF) el gobierno de México había recibido más de 91 millones de pesos en donaciones internacionales, recursos de los cuales se desconoce en qué fueron utilizados. Nadie determinó responsabilidades a los funcionarios implicados ni se ordenaron investigaciones. Miguel Ángel Mancera se “desempeñaba” como jefe de gobierno de la ciudad. A este personaje que arrasó con los votos y que salió con desaprobación general, nunca se le ha investigado a pesar de que amasó una fortuna durante su gestión.
Ahora, 19 de septiembre de 2022, la tierra vuelve a protestar, a acomodarse. A las 13:07 conversaba con mis queridos compañeros del taller literario. Cuando sentí que la mesa se movía, que algo tronaba, crujía alcé la vista, las lámparas comenzaron a moverse, como péndulo marcando los eternos segundos.
La noche anterior estaba viendo con atención que habría un simulacro. Parecía como si estuviese viendo un documental, la repetición de lo que se había dicho en 2017. “No puede ser”, pensé. “No temblará”… cuando corroboré que estaba temblando, mi corazón comenzó a latir con fuerza a pesar de estar en un lugar seguro. Quise volar para ir con aquellos a quienes quiero, que viven en las zonas que han sido siempre las más afectadas.
Cada vez que transito por el periférico en la Ciudad de México a la altura de Barranca del Muerto, y veo esos edificios de treinta y hasta cuarenta pisos, siento terror por aquellos que los habitan, siento frustración, indignación porque incumplen con las normas, porque la corrupción sigue y ese “cártel inmobiliario” sigue construyendo en una ciudad de alta sismicidad y la cual está asentada sobre agua. Si la Ciudad de México no colapsa por un terremoto, un día será por el peso según leí.