El 28 de enero pasado, leí en el Financial Times la columna de Ruchir Sharma, “Por qué los líderes políticos son tan impopulares ahora”. La conclusión es que “los líderes de todo el mundo desarrollado son, al menos en parte, víctimas de un deterioro prolongado de la moral nacional. Un crecimiento económico más lento, una creciente desigualdad y una sensación de que el sistema está manipulado contra la persona promedio: todos estos factores se ven magnificados por el impacto polarizador de las redes sociales”.
Las redes sociales parecen intensificar el rencor partidista. Estas plataformas están ampliando las divisiones políticas. Se han convertido en las trincheras de combates despiadados. Además, cada vez hay menos personas con talento entrando a la política, desanimadas por las estratagemas necesarias para sobrevivir en un ámbito digitalizado.
Algo diferente ocurre en los países en desarrollo. Si bien las redes sociales pueden estar igualmente extendidas y tener un tono igualmente hostil, parecen estar infligiendo menos daño a los líderes gubernamentales. Sharma nos dice: “en mi encuesta de seguimiento para 10 de las naciones en desarrollo más grandes, la mayoría de los líderes todavía tienen una calificación superior al 50 por ciento. La sensación de decepción que ensombrece a los líderes de los países desarrollados aún no ha abrumado a sus pares del mundo en desarrollo”.
Una posible razón es que, si bien la globalización y la digitalización han ayudado a mejorar la suerte de muchos en el mundo en desarrollo, las naciones desarrolladas han experimentado en las últimas décadas un crecimiento más lento. Ruchir Sharma concluye su columna con una observación muy poderosa: “La conexión entre los principales datos económicos y el apoyo político se ha roto. Los votantes están reaccionando a problemas de largo plazo y buscando soluciones nuevas”.
Todo esto me lleva a pensar que tenemos que entrar en una nueva conversación y en el manejo inteligente del desacuerdo constructivo. ¿Seremos capaces de componer una sinfonía de la discordia?
Hace unos días, como parte de los “Diálogos de Harvard” que intentan mejorar la capacidad de la Universidad para participar en un debate sólido y respetuoso, expertos de la Escuela Kennedy de Gobierno analizaron el papel de la disidencia y el desacuerdo constructivo en una sociedad. Erica Chenoweth, Danielle Allen, Arthur Brooks, Cornell Brooks, Archon Fung y Eliana La Ferrara ofrecieron sus perspectivas sobre la democracia y el valor de escuchar a los demás.
El punto de partida es que aproximadamente la mitad de la población del planeta vive en países que celebrarán elecciones nacionales este año. ¿Cuáles son los desafíos de la democracia en todo el mundo? ¿Cómo debemos hacer frente a la polarización, el estancamiento político y los ataques a las elecciones? ¿Sobrevivirá la democracia intacta al 2024? ¿Podremos educar a la nueva generación de líderes? ¿Tenemos las ganas de construir un espacio para la investigación y el debate?
La profesora Erica Chenoweth fue muy clara: las universidades deben liderar el abordaje de las profundas divisiones que existen en nuestras sociedades hoy. También debemos fortalecer nuestras propias normas, prácticas y cultura en torno a una conversación sincera y constructiva.
Me llamó la atención el comentario que hizo el profesor Archon Fung sobre la importancia del discurso en una democracia: “es un proceso de persuasión y deliberación, para encontrar formas de compromiso, para encontrar áreas de acuerdo, tal vez incluso para cambiar de opinión y economizar en el alcance del desacuerdo”.
Me pregunto: ¿cuál es el “alcance del desacuerdo”? ¿Era más reducido antes? ¿Sería fácil o difícil reconciliar la amplia gama de ideas y ocurrencias que escuchamos todos los días?
El pensamiento de la profesora Danielle Allen despierta el optimismo: “en una democracia tenemos la increíble oportunidad de aprovechar la perspectiva de todos nosotros y el conocimiento que podemos aportar desde todos los distintos lugares en los que nos sentamos en relación con un problema. Esa oportunidad trae consigo cierto tipo de responsabilidad. Realmente tenemos que escuchar qué es lo que la gente aporta desde esa increíble variedad de perspectivas. Si no lo hacemos, nos estamos defraudando a nosotros mismos”.
¿Queremos que se protejan la libre expresión y el respeto mutuo? ¿Somos blandos o duros? ¿Cómo podemos superar la incomodidad que surge cuando somos testigos de diferentes puntos de vista? ¿Sabemos hablar y debatir? ¿Cómo podemos lograrlo? ¿Nos gusta reducir el rango de opiniones aceptables? ¿Queremos una mejor democracia? ¿Si nos preocupamos por nuestro cuidado personal, nuestra alimentación, nuestro medio ambiente, por qué no lo hacemos por la democracia?
Algo que nos puede resonar familiar es el interesante punto de vista del profesor Arthur Brooks: “cualquier grupo de personas que esté tratando de evitar el desacuerdo intelectual, lo primero que hará será poner barreras. Van a cerrar puertas sobre lo que se puede hablar. Van a levantar barreras contra las personas que tienen puntos de vista alternativos. Cada vez habrá menos casos en los que la gente se sienta cómoda diciendo lo que piensa cuando está fuera de la norma institucional”.
La profesora Eliana La Ferrara llamó la atención con su comentario sobre la infelicidad. “Ser infeliz significa que nos sentimos insatisfechos con algo que es injusto y queremos arreglarlo. ¿A dónde voy a partir de ahí? El desafío hoy en día es hacer algo constructivo a partir de la infelicidad”.
El profesor Cornell Brooks nos pone a pensar cuando afirma que “si realmente te preocupas por la comunidad en la que vives, elige preocuparte por tus oponentes. Tú decides ser responsable. Eso impone un cierto nivel de disciplina. No puedes permitirte el lujo de que te disparen malas ideas durante demasiado tiempo. Eres responsable ante otras personas. Tienes que aparecer, dar un paso al frente, por ti mismo y por tu propio sentido de integridad”.
El panel de la Escuela Kennedy de Harvard nos hace pensar sobre cómo reparar las divisiones creando una cultura de conversación sincera y constructiva, un debate sólido y respetuoso, un compromiso con el sistema en que queremos vivir.
Cada vez más se han endurecido los cismas políticos y sociales. Eso obstaculiza el progreso de una nación. El problema no es que no estemos de acuerdo, sino cómo lo hacemos o, peor aún, cómo tratamos de evitar el acuerdo por completo.
Deberíamos construir una comunicación más abierta y respetuosa; encontrar más oportunidades de diálogo sobre temas controvertidos para mejorar las políticas públicas y los liderazgos; dar un tratamiento a las profundas divisiones que existen en nuestra sociedad; fortalecer nuestras propias normas, prácticas y cultura en torno a una conversación sincera y constructiva.
Las universidades pueden sentar las bases para mejores prácticas democráticas. Los campus universitarios son los lugares donde las personas se reúnen para tratar de comprender mejor el mundo y a quienes los rodean. Presentan ideas y propuestas razonadas y luego convencen.
Para lograrlo es necesario cumplir tres criterios fundamentales, según Danielle Alen:
“Como diría Aristóteles, persuadirse unos a otros es cuestión de ‘logos’: razonamiento. Lo que se trata de ‘ethos’ es demostrar que somos dignos de confianza ante las personas que nos rodean. Y ‘pathos’ es demostrar que tenemos buena voluntad hacia las personas que nos rodean, que estamos comprometidos fundamentalmente con sus derechos humanos básicos”.
Hay reglas del juego en todas partes. Lo que importa es la calidad del debate que logremos generar. Nuestro desafío generacional no tiene precedentes. Intentar evitar el conflicto será contraproducente. El conflicto es incómodo, es cierto, pero es real y necesario.
La democracia siempre tiene “un costo”. Los ciudadanos deben estar dispuestos a aceptar los resultados cuando otros puntos de vista prevalezcan en las urnas y en el mercado de las ideas. La falta de voluntad para hacerlo y el deseo de ver que alguna figura poderosa, como un presidente o un tribunal, garantice que prevalezcan ciertos puntos de vista es una señal de que nos hemos convertido en “autoritarios de la justicia”, dijo Fung.
El desacuerdo constructivo es un diálogo impulsado por el respeto y el pensamiento crítico. Nos empuja más allá de la comodidad del consenso, hacia el terreno fértil de la construcción nacional. El disenso constructivo se nutre del compromiso con la verdad y la evidencia. Se trata de basar los argumentos en hechos y razones, no en emociones o prejuicios personales. No son notas discordantes. Es una sinfonía de la discordia que nos empuja a conversar, cuestionar, perfeccionar, evolucionar y, en última instancia, crear un país más justo y equitativo.