Debemos entender que el subcomandante Marcos ya no existe. Su imagen perdura, su mensaje también. Su efigie es atemporal y eterna. Pero ahora es El Capitán. Hace una década nos dijo adiós. Hoy vuelve a irrumpir en el universo de las palabras. Ahora lleva otro nombre. Eso no le impide criticar y analizar la realidad del obradorato. Coincide con millones: la esperanza devino desilusión y rabia. El cambio prometido terminó en la instauración de un régimen vertical y autoritario. Todo lo contrario a lo que se esperaba del otrora líder social de izquierda emanado de las mismas selvas australes de las que surgió el movimiento Zapatista.

Por eso ayer escribí sobre El Capitán, el hombre que una vez conocimos como el subcomandante Marcos.

Hoy, sus palabras resuenan en la memoria de los rebeldes, como un eco que se niega a desvanecerse: su adiós, su partida, su eterna despedida. Nos dejó no solo con un vacío en la voz de la resistencia, sino con una pregunta que aún pende sobre nosotros: ¿qué ha sido de esa revolución posmoderna que tanto prometía? Esa revolución que, en su esencia, no pretendía tomar el poder desde arriba, sino construirlo desde abajo, con los pies bien plantados en la tierra de las comunidades indígenas, de los campesinos, de los obreros. Una antítesis al gobierno que hoy detenta el poder ignorando minorías y a disidentes.

La deuda sigue pendiente. Y no es una deuda de retórica o de discursos inflamados en la plaza pública. Es una deuda con las acciones, con las prácticas cotidianas que han sido usurpadas por los que monopolizan el intelecto, esos mismos clasemedieros ilustrados que se sientan en las tertulias y los seminarios, pontificando sobre el pueblo al que apenas conocen.

No se trata de ceder un puesto, una silla en el consejo de dirección de alguna institución que se dice revolucionaria. Se trata de ceder la estafeta, de entregar verdaderamente el bastón de mando y, más importante aún, de escuchar. Pero eso, parece, todavía no está en el manual. Falta ver si la sucesión presidencial sorprende controvirtiendo las hipótesis que claman un nuevo maximato.

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Seguimos sin aprender a construir desde abajo. La clase política y esos aspirantes a gobernar, en su obsesión por trepar a las alturas del poder, siguen mirando hacia arriba; negociando en las cúpulas, tejiendo alianzas con las mismas oligarquías de siempre, esas que en México son como un árbol de hojas perennes, resistentes a todas las estaciones, inmunes a las sequías y a los incendios. Todo sigue igual. Cambian los nombres, los colores de las banderas, pero la esencia, la raíz podrida del sistema, permanece intacta.

La política sigue siendo una profesión, un oficio de especialistas, de técnicos en el arte de manipular conciencias y moldear discursos a conveniencia. La cotidianeidad política, esa que debería practicarse en cada calle, en cada barrio, en cada comunidad, se diluye en el debate televisado, en la conferencia de prensa, en el tuit ingenioso que gana retuits pero no cambia realidades. Por eso la manipulación colectiva sigue siendo tan efectiva, porque la política sigue siendo un espectáculo que se observa desde la distancia, no una práctica que se vive en carne propia.

Los liderazgos que se dicen de vanguardia, esos que pregonan una revolución de ideas y de formas, no permiten que los pueblos compartan el templete. La foto del líder sigue siendo la del individuo solitario, en el centro de la imagen, rodeado de seguidores anónimos. Quienes logran ascender, en lugar de extender la mano al otro, optan por la burla, por la descalificación, por la violencia simbólica de negar la diferencia. Todavía no entendemos que la verdadera fortaleza está en celebrar lo que nos distingue, en aprender de lo que no comprendemos.

Se nos vende una innovación transformadora, como si fuera una suerte de revolución de diseño, empaquetada y lista para consumir. Pero es una falsa promesa, un espejismo que solo sirve para perpetuar el poder de los mismos. Porque lo que realmente necesitamos es un liderazgo que cumpla con la voluntad de los demás, un liderazgo que sepa escuchar y obedecer a las voces que desde abajo reivindican por justicia, por dignidad, por respeto.

En medio de todo esto, hay un rayo de esperanza, una conquista que no se puede ignorar: la participación activa de las mujeres. Ellas, que han sido marginadas y silenciadas durante tanto tiempo, se han erguido en la escena nacional con una fuerza que no puede ser contenida. Han tomado el poder y han definido la vanguardia, desafiando la vieja norma, rompiendo las cadenas de la marginación de género. Ellas son, quizás, la verdadera revolución que tanto buscamos.

El triunfo de Claudia Sheinbaum Pardo debe significar el preludio al fin de la falocracia ajada y marchita que tanto ha decepcionado a los mexicanos. No puede haber ingerencia alguna de su predecesor. Si la presidenta optase por no desprenderse del yugo de la masculinidad tóxica de López Obrador estaría traicionando la cristalziación de la mayor emancipación femenina en la historia de México. Su primer acto de gobierno debe ser sepultar cualquier vestigio del gobierno concluido. La recepción de la banda presidencial debe simbolizar también el relevo de género y generacional en la política mexicana.

La presidencia encabezada por una mujer es un triunfo. Pero la lista larga de desilusiones y la deuda latente que aún se tiene con la revolución posmoderna deben servir como incentivos para seguir insistiendo en que la lucha sigue, de que no podemos conformarnos con las migajas del cambio. Hay que seguir mirando hacia abajo; hay que exigir a nuestros gobernantes a que construyan desde el suelo, con las manos en la tierra y los oídos atentos al susurro de los pueblos, de todos y cada uno de los mexicanos. No como hizo Andrés Manuel, que únicamente se prestaba para escuchar panegíricos hipócritas y alabanzas de sus lambsicones y zalameros. Porque solo así, obedeciendo, podrán mandar de verdad.