Jamás impondría una opinión. La libertad debe ser absoluta. Máxime en tiempos de autoritarios. Pero también mi opinión debe fluir con esa misma libertad. Por eso la expreso.

La reforma al Poder Judicial es una ignominia. No es el resultado de un debate democrático, ni de una necesidad institucional urgente. Es consecuencia de un capricho. La materialización de una venganza personal. Surgió del enojo de un presidente que, en su senectud, se convirtió en un remedo de tirano. Su furia contra la Corte —esa que le recordó sus límites— fue el germen de esta abominación jurídica.

Al déspota lo alteró el contrapeso. Así que lo dinamitó.

La reforma no corrige ni mejora ni abre caminos: mina. Minó al Estado de derecho. Abonó a la disolución, ya inminente, de nuestra democracia liberal. La elección es el epítome de esta conflagración republicana. Cada sufragio será un clavo más en el ataúd de nuestra República. Y lo sabemos. Y aun así, caminamos hacia la urna con la cabeza gacha o el alma anestesiada.

Lo más triste de todo no es la derrota. Es quién la protagoniza. La peor clase política de la historia. Una que, sin pudor, politizó la justicia. Y lo hizo no por ideales, sino por apetito. La buena noticia —porque hasta en el desastre cabe el sarcasmo— es que estos se venden por poco. Va a salir más barato. Porque así son. Porque siempre han sido así.

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Y no me malentiendan: el diagnóstico era correcto. Nuestro sistema judicial era perfectible. Pero el oficialismo —simplón, mentecato, obtuso por vocación— erró en el remedio. A nadie le sorprende.

En unos años les caerá el veinte. Aunque ya será tarde.

Porque si antes la justicia era un lujo que algunos pocos podían pagarse, ahora estará tabulada. Se facturará. Con IVA. Y como siempre, los que más tienen serán los favorecidos. Porque eso no cambió. Eso se perfeccionó. El oficialismo, ciego por fe o por consigna, no lo ve. Tampoco sus electores, cegados por una devoción sectaria. Si el régimen hubiera ungido a AMLO como monarca, también lo habrían aplaudido. Porque no son demócratas ni liberales ni republicanos. Son pejistas. Es otra cosa.

Ahora buscan superar los 16,502,697 votos que obtuvo Xóchitl. Y si el magisterio les opera, probablemente lo lograrán. No se les podrá reprochar nada: estarán haciendo lo que saben hacer. Lo que han hecho siempre. Usar el sistema para aplastarlo.

Yo no votaré.

Tal vez debería, para cerrar este grotesco espectáculo con la ministra más ramplona que se haya conocido al frente de la Suprema Corte. Un colofón a la altura del drama. Voten. No voten. Da igual. El abstencionismo no servirá de protesta. No habrá discurso que valga. Sólo quedará el vacío. Un país que dilapidó miles de millones de pesos en una farsa electoral mientras cientos de niños siguen sin medicamentos.

Qué farsa tan cara.

Qué democracia tan barata.