La reinstalación del gobernador de Nuevo León en su encargo, después de una inconclusa licencia por seis meses para separarse de la responsabilidad que ahora retomó, muestra una gestión errática y necesariamente fallida para postularse como candidato presidencial.
En primera instancia, el hecho manifiesta un diseño bisoño para gestionar tal pretensión, en cuanto la forma de poner pausa para interrumpir de forma provisional el desempeño del cargo de gobernador por parte de su titular. Especialmente en el contexto del precedente de una relación caracterizada por agravios del ejecutivo estatal hacia los congresistas locales, y de una composición del congreso que carece del respaldo necesario del partido en el gobierno para procesar un nombramiento que le fuera afín; de modo que la oposición se resistió a ser considerada mera oficina de trámite.
Al respecto existen antecedentes equiparables, por ejemplo, los sucesos del remoto 1998, cuando ocurrió la separación anticipada del entonces gobernador de Morelos, quien presentó licencia para separarse de su cargo en medio de circunstancias complejas que huelga describir en este momento.
El hecho es que el partido en el gobierno (PRI) requería de los votos de la oposición para aprobar el nombramiento del gobernador sustituto, y ésta hizo valer su opinión para decidir el nombre de quien sería el nuevo titular del ejecutivo estatal, a partir del hecho de estar inconforme con la persona que se apuntaba para la designación correspondiente.
Tal fue el marco para el arribo del Dr. Jorge Morales Barud al gobierno del estado de Morelos para completar el periodo de la elección que se hiciera en 1994, y que abarcó el plazo comprendido entre 1998 y el año 2000. El antecedente permite reiterar la importancia de considerar como aspecto decisivo el pulso que pudiera tener el congreso local en cuestión, especialmente cuando le toca participar en decisiones de esa relevancia.
Para la ocasión que aquí se cita, se pretendió que el congreso morelense se alinearía hacia la persona a quien favorecía la voluntad de quien se separaba del cargo, pero no fue así. Al final el nombramiento que se hizo fue producto de una negociación intensa y compleja.
En lo que respecta a los sucesos que en la actualidad condujeron a que el gobernador de Nuevo León interrumpiera el plazo de su licencia y retomara su responsabilidad, queda claro, ante todo, la ausencia de una previsión mínima sobre la negociación para desahogar el proceso en cuestión. Yerro que implicó el riesgo de que, de la crisis precipitada por un pésimo diseño, se derivara un conflicto de gobernabilidad y de carácter constitucional, que amenazaba con prolongarse más allá de lo ocurrido.
Por si fuera poco, desquicia el controvertido escenario el hecho de que el despliegue perentorio de la candidatura presidencial del entonces gobernador neoleonés con licencia, tuviera la condición, muy anunciada, de protagonizar una anti-campaña, destinada a desbarrancar el protagonismo y presencia de Xóchitl Gálvez, con el objeto de disminuir sus posibilidades para alcanzar el triunfo en los comicios de presidenciales de 2024.
Lo que parecía postularse era la ecuación de un anti-candidato en el marco de una anti-campaña; lo primero, porque no estaba destinado a figurar en el camino de obtener un triunfo, sino de obstaculizar y denigrar a una de las contendientes, y lo segundo porque, consecuentemente, llevaría a cabo una campaña para denostar tras la búsqueda de propiciar la derrota de una adversaria, antes que perseguir un triunfo directo.
Ese correlato se planteó como una amalgama perfecta con otra condición que se corresponde cabalmente con el espíritu del andamiaje planteado; se trata de lo que se podría denominar un anti-partido. La circunstancia que la fuerza política postulante de la fallida candidatura presidencial ha sido exhibida como un acompañante oblicuo de los intereses del partido en el gobierno, así lo proyecta.
De esa forma lo prospecta el papel que jugó en los comicios recientes de los estados de Coahuila y en el de Edomex el que ahora se perfila como un anti-partido; en el primero, con la intención de desautorizar a un candidato que hacía mella a las posibilidades de un triunfo opositor y que retirarlo del panorama ayudaba a dichos intereses; en el otro, con la postura de evitar una candidatura que elevaría las posibilidades de que el gobierno se resolviera de una manera distinta a como finalmente ocurrió.
Al final, la eventual incógnita de la ecuación quedó despejada: el anti-candidato quedó fuera de la contienda presidencial; la anti-campaña, sin un protagonista adecuado, y el anti-partido claramente evidenciado en el papel que juega en cuanto a no buscar el poder para sí, sino para servir a los intereses de la fuerza política que se encuentra en el ejercicio del gobierno.
La naturaleza que se supone tienen los partidos políticos, cuyo carácter lo establece su pugna por ganar el poder, y no la de declinar a hacerlo o de encaminarse a que otro lo haga al margen de una coalición conformada para tal propósito, desnuda los propósitos reales que han estado en juego en esta imbricada trama.