En el corto plazo, podremos dimensionar la transformación del espacio público que hoy se gesta gracias a la interacción de tres factores: la posverdad, la inteligencia artificial, y el impulso del Estado (de todos los Estados, del Estado como unidad política central) para reivindicar su potestad administrativa y de propaganda que le fue arrebatado, sin que se diera cuenta, a través de la despolitización de la economía de los años ochenta y del acceso masivo a los teléfonos inteligentes, a finales de los años noventa.

La mayoría de la población en el mundo (sí, incluso los pobres) tiene acceso a un teléfono celular. Y aunque no tengan internet en sentido amplio, muchas compañías ofrecen, en sus planes más baratos, acceso ilimitado a las redes sociales. Además, cerca del 60% de las personas (Digital News Report, 2021) se informan a través de sus redes sociales. Si la información es poder, ahora todos pueden informar, o desinformar, y nadie cree nada. Los gobiernos de todo el mundo pierden credibilidad, las empresas tecnológicas controlan la visión del mundo que tienen sus consumidores y la IA está exponenciando la facilidad para difundir y crear información automatizada, verdadera o falsa.

En la era de la sobre información, quien tiene el poder de la censura tiene el control de la narrativa, y por ende, al menos en teoría, el control de las personas. No es difícil entender ese corolario con aires de dominación del mundo. Insisto, eso es lo que pasa en teoría. En la práctica nada es tan monolítico, y la publicidad, a veces billonaria, no basta para que la opinión pública acepte un hecho o una versión de hechos, que no es hoy sino un producto.

Uno de los puntos principales de los estudiosos del poder moderno, como Nye y Naim, es que ahora es mucho más difícil para cualquier gobierno o actor poderoso controlar el flujo de información. La razón fue internet, no la IA, que sólo viene a aumentar ese flujo ya de por sí desbordante. Los medios de comunicación tradicionales perdieron una parte importante de su poder político a partir de que todo mundo “informa” y “se informa” mediante sus redes sociales y sitios de noticias a modo que el algoritmo va eligiendo, no conforme la relevancia o certeza de los hechos reportados, sino conforme los gustos y complacencias del usuario.

Pero los actores políticos y económicos no claudicaron en la intención de controlar el sentido de los acontecimientos; si acaso, han aprendido a capitalizar la desinformación y la falta de verificación generalizada, para crear múltiples narrativas sobre todos los temas y todos los hechos: eso es lo que llamamos posverdad; no es una mentira, sino la presencia de múltiples supuestas verdades, igualmente susceptibles de duda o de comprobación mediante likes. El caso más reciente, el escándalo de la censura de la Casa Blanca sobre los posts de COVID, es un ejemplo típico de razón de Estado y estado de excepción sobre un derecho humano: la libertad de expresión. Desde siempre, la libertad de expresión y reunión son de los primeros derechos humanos que se ven restringidos cuando un gobierno declara situación de emergencia.

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La lógica detrás de ello es que, si se permiten sin control, el Estado debe lidiar, además del problema, con el pánico o la desinformación que sobre la emergencia se viralice. Lo que se complica es saber cuándo esas restricciones son justificadas, máxime que en temas como la pandemia, precisamente, el clima cultural anti científico y populista vuelven plausibles, para millones de personas, las explicaciones más disparatadas.

Lo cierto es que mientras haya gobiernos, habrá censura, si bien en Estados democráticos liberales estará sujeta a modalidades, limitaciones y justificaciones. Pero ninguna libertad es absoluta, en el caso de la de expresión, el límite que todos los gobiernos están instaurando, es la prohibición de promover el discurso de odio. El contenido y los parámetros de ese discurso de odio no están claros, pero ese es otro tema.