El cesarismo como categoría política tiene sus raíces en la figura de Julio César, quien, al abolir la república romana, instauró una dictadura personalista bajo la legitimidad del “clamor popular”. La noción fue utilizada por primera vez en el siglo XIX por Tocqueville, quien la empleó para describir el fenómeno del surgimiento de gobernantes despóticos que centralizan el poder y se presentan como salvadores de la nación. Desde entonces, el cesarismo se ha reproducido bajo distintas máscaras, adaptándose a las formas políticas de cada época. Gaetano Mosca, en su obra “Elementi di scienza politica” (1896), emplea el término “cesarismo” como parte de su teoría sobre la clase política, para describir el fenómeno de concentración de poder en un líder carismático que gobierna con apoyo directo de las masas, por fuera de los cauces institucionales normales.
En su forma clásica, el cesarismo se manifiesta como una dictadura carismática, donde el déspota concentra todo el poder político. Así lo describió Max Weber en su teoría del liderazgo carismático: “El dominio carismático se presenta como la antítesis de todo orden institucional. La autoridad del líder carismático se basa exclusivamente en la devoción personal” (Economía y sociedad, 1922). Mussolini y Napoleón Bonaparte son los arquetipos modernos de esta lógica. Carl Schmitt, por su parte, en Teología Política (1922), definió la soberanía como “la capacidad de decidir sobre el estado de excepción”, abonando teóricamente la concentración del poder en situaciones de crisis. El cesarismo se nutre, precisamente, de estos contextos excepcionales, donde el líder promete salvación a través de un orden impuesto.
Más perturbador aún es el cesarismo que se disfraza de democracia. Pierre Rosanvallon ha advertido sobre este fenómeno en La Contra Democracia (2006): “La democracia contemporánea ha desarrollado mecanismos de desconfianza que, paradójicamente, abren la puerta a formas autoritarias legitimadas por la demanda de eficacia y representación directa”. Líderes que, elegidos legítimamente, reducen los contrapoderes y apelan directamente a “la voluntad del pueblo” para justificar sus abusos. Este tipo de cesarismo no necesita abolir el parlamento: le basta con vaciarlo de sentido. La democracia degenerada en espectáculo, donde la fe en el líder sustituye al debate racional, es una amenaza latente incluso en sistemas constitucionales robustos.
En el plano global, el cesarismo se traduce en liderazgos que subordinan la política exterior a los intereses, humores o ambiciones personales del gobernante. La diplomacia se convierte en una proyección del ego. Zbigniew Brzezinski, en El gran tablero mundial (1997), ya advertía que el orden internacional podía fracturarse si las grandes potencias eran gobernadas por líderes que despreciaran el multilateralismo: “La concentración del poder sin responsabilidad multiplica los riesgos de decisiones impulsivas y destructivas en la arena internacional”.
El cesarismo también ha hallado un terreno fértil en el neoliberalismo. Aunque este último predica la reducción del Estado, en la práctica ha producido nuevas formas de concentración del poder en figuras tecnocráticas o populistas de derecha. Como sostiene Wendy Brown en El pueblo sin atributos (2015): “El neoliberalismo erosiona los fundamentos democráticos al despolitizar al ciudadano, transformándolo en sujeto económico, incapaz de resistir la seducción de un líder fuerte que promete eficacia sin deliberación”. La erosión del sujeto político y la delegación del poder en figuras “resolutivas” forman parte del contexto que hace posible un cesarismo neoliberal: no necesita tanques, sino algoritmos, mercados y medios de comunicación.
Donald Trump es la expresión más acabada del cesarismo del siglo XXI. Elegido democráticamente, gobierna como si su voluntad fuera la única fuente de legitimidad. Desprecia a las instituciones y ha construido un relato donde él —y solo él— puede “hacer grande a América otra vez”. Trump es, al mismo tiempo, un empresario neoliberal, un populista mediático y un líder autoritario. ¿Es Trump un nuevo César? ¿O es sólo la manifestación más visible de una tendencia más profunda que amenaza con redefinir la democracia como teatro de obediencia? Esa es la pregunta que desafía a todas las democracias que enfrentan la tentación —tan antigua como la política misma— de volver a confiar el poder absoluto a un solo hombre.