Refutaciones Políticas
Desde cierto romanticismo tardomoderno se ha vuelto común afirmar, con aparente profundidad, que todo lo humano se construye sobre ficciones: que los dioses fueron ficciones útiles, que las naciones son ficciones políticas, que el dinero es una ficción monetaria, que el derecho es una ficción jurídica, y que incluso la identidad personal es apenas una historia que nos contamos a nosotros mismos. Este es el núcleo de la llamada tesis ficcionista, que algunos llevan al extremo de decir que la realidad misma es una construcción narrativa. A ese desvarío, disfrazado de lucidez, conviene responder con sobriedad: la realidad no es un cuento.
La ficción es una forma legítima de producción humana, especialmente valiosa en el arte. Nadie cuestiona su capacidad para conmover, imaginar mundos posibles, o reflexionar estéticamente sobre dilemas morales. Lo que sí debe ser cuestionado, y con firmeza, es su usurpación del lugar que corresponde a la realidad y al conocimiento racional de la realidad.
Para el realismo aristotélico, el mundo existe independientemente de nuestras palabras, imágenes o relatos. La sustancia, el movimiento, la causalidad, la potencia y el acto no dependen de la mente humana para ser. El ser humano es anterior al pensar (existimos, luego pensamos) y la inteligencia humana es la capacidad de conocer lo que es, no de inventarlo. Aristóteles no concibió al hombre como un fabulador compulsivo, sino como un animal racional, es decir, dotado de logos para aprehender lo real, no para sustituirlo por ficciones.
Reducir toda experiencia humana a “relato”, como hacen los ficcionistas contemporáneos, no solo incurre en una falacia epistemológica, sino que borra la frontera entre la verdad y la invención. Si todo es ficción, entonces nada lo es. Y si todo es narrativo, entonces ninguna narración puede ser juzgada por su correspondencia con la realidad. Este es un nihilismo encubierto de lirismo: no niega que haya verdad, solo que haya forma de distinguirla de la mentira.
La realidad no necesita que creamos en ella para afectarnos. Las guerras, la miseria, las catástrofes naturales, la enfermedad, el envejecimiento, la muerte, el hambre, la violencia o el dolor físico no son ficciones útiles, ni narrativas colectivas, ni construcciones culturales, son hechos que golpean al cuerpo y a la conciencia con una brutalidad que ninguna metáfora alivia. El niño que muere de desnutrición no necesita una historia que dé sentido a su hambre: necesita comida. El cuerpo que se desangra no pide una narración: pide auxilio. La materia es implacable.
Lo humano, si bien es capaz de simbolizar, imaginar, y representar lo real, no escapa por ello a su dureza. Atribuirle a la ficción un papel fundante de la experiencia no es solo una exageración filosófica: es una claudicación ante el hecho de que, frente a la tragedia, la metáfora es inútil. El sentido estético no consuela cuando la realidad duele. En este punto, el realismo aristotélico se impone con serenidad: el conocimiento debe comenzar con lo que es, no con lo que decimos que es.
La literatura tiene su lugar: en el teatro, en la novela, en el cine, en la poesía. En esos territorios la ficción brilla, despliega sus recursos, emociona, conmueve, a veces hasta orienta. Pero pretender que la historia, la política, la economía, la religión o la ciencia son también ficciones no es un gesto liberador, sino una confusión de géneros. El poeta que imagina un mundo posible no pretende describir el mundo real: su mérito es precisamente crear lo que no es. Pero el historiador, el jurista, el médico, el físico, el gobernante no pueden permitirse ese lujo. Su tarea exige discernir hechos, no relatos.
Lo que los ficcionistas no advierten es que incluso la ficción presupone una realidad que la delimita: para imaginar dragones hace falta saber qué es un reptil, qué es el fuego, qué es volar. La mente no crea ex nihilo: transforma lo que conoce. Y lo que conoce es el ser, no la fantasía. En ese sentido, la realidad precede a la ficción, y no al revés. La ficción, en todo caso, es una derivación de lo real, no su condición de posibilidad.
El mundo no necesita que lo soñemos para existir. Y el ser humano, aunque dotado de imaginación, no vive de relatos, sino de realidades: respira oxígeno, se alimenta de materia, siente dolor físico, y está sujeto al tiempo. El mito, la novela y el arte tienen su dignidad, pero su reino es el de lo posible, no el de lo actual. La confusión entre uno y otro es el síntoma de una cultura que, habiendo perdido contacto con lo real, se refugia en su propio espejo.
Aristóteles sabía que la verdad no siempre es bella, pero sí necesaria. Y que el conocimiento no comienza en la ficción, sino en la experiencia. Volver a esa sabiduría primera es hoy, paradójicamente, un acto revolucionario.
X: @RubenIslas3