La perseverancia y astucia que llevó al gobierno a quien ocupa actualmente la presidencia de la República fueron notables, pero esos atributos no son fáciles de exportar o reproducir en otros actores, así sean integrantes del partido en el poder; tampoco las condiciones son las de 2018. El problema que la estrategia de entonces se centró en los atributos personales de quien pretendió conquistar la presidencia en 2006 y 2012, hasta que pudo lograrlo en los últimos comicios presidenciales y que constituyó su tercer intento.
El relevo del gobierno plantea una temática propia, pues se trata de cómo postular a quien abandere la causa en el nuevo episodio, pero sin la participación, en primera persona, de quien ya triunfó; es decir que será necesario la postulación de una persona distinta, pero que enarbole la continuidad del partido en el poder.
Tal dilema fue resuelto en el pasado por la práctica priista de disponer de tapados que protagonizaban una disputa regulada y acotada por el gobierno, a efecto de que uno de ellos fuera finalmente nominado con la candidatura; todo indica que lo que ahora se conoce como corcholatas está inspirado en lo que fue ese proceso; pero existen diferencias muy marcadas y que no parecen favorecer a lo que ahora se realiza.
Lo primero se refiere a la medición de los tiempos, en donde resulta notable la anticipación extrema con la que las corcholatas fueron nominadas, prácticamente a la mitad del sexenio. Ese hecho introdujo de forma precoz un elemento distorsionante en el funcionamiento de la administración en el marco de una competencia interna entre quienes tienen funciones o responsabilidades dentro del gobierno, en el ámbito de la Ciudad de México y en el Congreso Federal.
No está por demás recordar que en el gobierno de Lázaro Cárdenas del Río sucedió que se anticiparon expresiones para buscar ganar la candidatura a la Presidencia, lo que derivó en que el entonces titular del poder Ejecutivo, solicitara la renuncia de los interesados. Gravitaba la idea de que la disciplina del equipo de gobierno podía fracturarse, de modo de considerarse conveniente que, para desahogar las aspiraciones presidenciales de los interesados, convenía se separan de sus cargos públicos. Ahora sucede lo inverso, pues desde el uso y eventual abuso de sus responsabilidades las corcholatas promueven sus aspiraciones.
Sin embargo, el problema del modelo en donde a partir de la plataforma del gobierno se promovían las aspiraciones presidenciales, sin una regulación política adecuada, fue que se presentaron escisiones como lo fue el de la candidatura de Almazán para confrontar a Manuel Ávila Camacho; la situación se repitió en 1946 cuando se presentó la lucha presidencial entre quienes habían sido miembros del gobierno, Miguel Alemán y Ezequiel Padilla; algo parecido ocurrió en 1952 entre las candidaturas de Adolfo Ruíz Cortines y Miguel Henríquez Guzmán.
Las experiencias de esas rupturas condujeron a que el modelo del tapado se perfeccionara con algunas variaciones importantes, la primera en el sentido de acercar la nominación a los tiempos político-electorales, específicamente después del quinto informe de gobierno; otro punto relevante consistió en que antes de la nominación del partido en el gobierno, los llamados tapados se señalaban o anunciaban por vías informales y con un tiempo corto de exposición antes del famoso destape. Eso permitía que, aunque se sabía del involucramiento del gobierno para promover a quienes eran mencionados, éste se encontraba formalmente al margen.
El gobierno mantenía el control del proceso e inducía las referencias que calificaban a los posibles candidatos en un contexto de aparentes posibilidades efectivas y equivalentes entre ellos, lo que desalentaba la posibilidad de fracturas. Al final se producía el destape y quienes habían aspirado a ser los favorecidos pronto quedarían impedidos de hacerlo por lo establecido en la Constitución (art. 82) respecto de que para arribar al cargo presidencial se requiere no ser secretario o subsecretario de Estado, ni titular de alguna entidad federativa, a menos de separarse de su puesto seis meses antes del día de la elección.
Contrasta con ese modelo, la anticipación de la nominación de las corcholatas; al grado de quedar condenados a caer en actos anticipados de campaña por lo precipitado de su anuncio; las repercusiones en cuanto al golpeteo que genera la disputa, la afectación de la disciplina que exige el desempeño en la administración y la eventual fractura que puede darse en el sentido que alguno decida una vía diferente para encaminar su aspiración o de renunciar por inconformidad respecto del trato recibido, desde ahora denota que el diseño corcholatero se encuentra en crisis.
Parece que por la vía de la reforma electoral se intenta poner a salvo a las corcholatas de cometer actos anticipados de campaña, pero esa solución estará sujeta a lo que decida la Suprema Corte en cuanto a los recursos que han sido interpuestos; también en ese mismo ámbito se encuentra lo que se decida respecto del pronunciamiento y promoción de los funcionarios públicos en procesos electorales en cuanto viola el principio de neutralidad a que están obligados; por cierto, disposición que reiteradamente desafía el gobierno.
El modelo de promoción política de las corcholatas pende de un hilo, compromete la legalidad de su participación, al tiempo que convoca a un viejo espectro que se suponía desaparecido y conjurado, es el fantasma que urde su estrategia para ganar el poder desde el poder y sin que nadie pueda impedirlo.