La experiencia general muestra la evidencia de los amargos sinsabores que suele acarrear el criminalizar la política y politizar el crimen.

Criminalizar la política significa dos cosas: instrumentar estrategias fácticas y mediáticas de ataque judicial a los adversarios políticos para descalificarlos y evitar que participen o triunfen en la contienda electoral, o bien, al contrario, desestabilizar y afectar a quienes ocupan el gobierno

A su vez, politizar el crimen equivale a capitalizar las dinámicas ilícitas, sobre todo las de alto impacto, para sacar ventaja en la competencia por el poder.

No es algo nuevo. Para nada.

De Egipto a Roma y de la Edad Media a la época contemporánea, y desde luego en las sociedades mesoamericanas, abundan los ejemplos. No es el espacio para ello pero se podrían escribir tomos completos sobre ese tipo de acciones, ya sea que se califiquen de perversas o naturales en la política

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Quizás la diferencia hoy radique en la velocidad con la que ocurren y se difunden los hechos y la forma instantánea en que los medios digitales impactan en las percepciones públicas que dan al traste con las pretensiones políticas, aunque no para siempre…

Un breve repaso de memoria de algunos casos en las américas será suficiente para mostrarlo.

Hoy, en prácticamente todos los países de América Latina y también en los Estados Unidos se identifica a políticos relevantes que enfrentan ese fenómeno.

En Guatemala, los ex presidentes Álvaro Colom y Otto Pérez están en prisión y otros han purgado condenas o han sido denunciados. El ahora candidato puntero, Bernardo Arévalo, ha tenido que afrontar amagos penales y una agresiva embestida judicial a su partido para evitar su probable triunfo en segunda vuelta el próximo 26 de agosto.

En El Salvador, los expresidentes Tony Saca y Mauricio Funes están condenados por diversos delitos.

En Honduras, el expresidente Orlando Hernández enfrenta en prisión un juicio en los Estados Unidos por actos de corrupción durante el ejercicio de su cargo.

En Costa Rica, el actual presidente, Rodrigo Chávez, encara acusaciones por razones similares, en tanto que en Panamá los expresidentes Ricardo Martinelli y Juan Carlos Varela enfrentan denuncias por lavado de activos.

En Nicaragua son incontables los casos de criminalización de las figuras públicas opositoras al régimen de Daniel Ortega y su esposa.

Quizás los casos más notorios sean los del Brasil, de Lula da Silva quien, después de concluir dos mandatos de gobierno, fue condenado a prisión.

El escándalo peruano tiene en la cárcel o con denuncias o procesos a cinco exmandatarios: Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kucynski y Pedro Castillo, además de que, ante su inminente detención, el expresidente Alan García prefirió suicidarse.

En Ecuador, el expresidente Lenin Moreno está acusado de cohecho y otro, Rafael Correa, condenado por la justicia de su país, está exiliado en Europa.

En Colombia, hace años la referida estrategia bloqueó el acceso de Gustavo Petro a la candidatura presidencial cuando era alcalde de Bogotá, y ahora se ceba en un hijo y su exnuera

En Paraguay, el ex mandatario Horacio Cartes también fue condenado a prisión y en Bolivia Jeanine Añez está en la cárcel.

El fenómeno no había sido visto antes en Estados Unidos, en donde la guerra judicial envuelve hoy al expresidente Donald Trump.

En su momento, en México Francisco I Madero (1910) y otros aspirantes o candidatos presidenciales, incluido López Obrador en 2005, fueron objeto de ese tipo de acciones.

La paradoja es que la guerra judicial puede operar como un “boomerang”.

Breve. Solo para ilustrar: de la cárcel o procesos judiciales salieron o emergieron Lula o López Obrador para volver o acceder al poder, y bien podría ocurrir con Trump en Estados Unidos, Castillo en Perú o Correa en Ecuador.

Hay varias lecturas posibles: ese tipo de reivindicaciones puede ocurrir dada la correlación cambiante de fuerzas, el desplazamiento del liderazgo moral, las conveniencias internacionales, la fortaleza del sujeto criminalizado, la debilidad de la acusación y condena o la habilidad política y jurídica litigiosa de sus agentes.

Cabe destacar que una de sus facetas es que repetir esa ficha tiene sus límites y puede resultar contraproducente en el mediano o largo plazos.

En México, esas lecciones deben tenerse presentes.