Don Daniel Cossío Villegas hablaba del estilo personal de gobernar para referir las características propias que cada administración impregnaba, al grado de constituir un sello peculiar. Es evidente que así fue, pues tratándose del titular del gobierno y del cúmulo de atribuciones con las que cuenta, así como de la gran estructura administrativa sometida a él y de los márgenes de discrecionalidad con los que dispone, el resultado es que se genera un reflejo para hacer posible que los rasgos personales, tendencias y propensiones se transmitan en la organización, y que tiendan a reproducirse por las distintas instancias que la integran.
Tal vez por el impacto que genera el ejercicio del poder no sólo a través de sus determinaciones, sino también por las pautas de conducta que establece, los antiguos incorporaban entre los atributos del gobernante los de la prudencia y la moderación. Pero nuestro presidencialismo contiene un gen que fácilmente conduce al caudillismo; cuando así es, se emplean los estímulos y los castigos a su alcance como recurso para intentar domesticar resistencias, alinear los intereses y hasta intimidar, hostilizar o castigar a adversarios y críticos.
El presidencialismo mexicano ha tenido vocación por los excesos a través de un dominio expansivo hacia los otros poderes, así como a los ámbitos de la actividad económica, social y cultural; por eso mismo, se trató de que el proceso de transición política que vivió el país durante los últimos años, fuera también una tendencia hacia su moderación y el control del poder.
Se presumió que así podría ser, especialmente por la idea de que el fortalecimiento de la pluralidad política que traía consigo dicha transición, significaría una nueva composición del Congreso, donde la presencia de las distintas fuerzas estaría acotada, de modo de generar un equilibrio más exigente entre los poderes ejecutivo y legislativo.
Lejos de esa presunción, la alternancia del 2018 que trajo a un nuevo partido al poder, le confirió también una amplia mayoría de modo de permitir el despliegue de sus propuestas y estilo, de forma casi incontrastable.
En ese marco, hicieron su aparición pulsiones que parecían erradicadas y que ahora se muestran con singular énfasis y, acaso, de forma más abrupta y desproporcionada que antes. La crítica que se hacía sobre las deudas democráticas debe ser más enfática y feroz en la actualidad, pues ya no están los elementos que pudieron justificar las rigidices, severidad, la centralización y la pretensión de dominio de antaño cuando se encontraba el sistema político en formación y carecía de las instituciones que en este momento sí se tienen.
Se supone que tantos años de transición política habían traído una tendencia hacia la consolidación del régimen democrático y, aunque lentamente, la tendencia hacia su consolidación era irrefrenable. Menos era de esperarse que un nuevo gobierno con el antecedente de lucha contra las propensiones autoritarias y con sello de izquierda, buscara cobijarse en nuevos ropajes autoritarios para contravenir y resistirse ante resoluciones judiciales, para imponer la mayor rigidez a la acción legislativa de su propio grupo parlamentario y para intimidar a opositores y críticos.
Las pulsiones autoritarias del gobierno son adoptadas por sus agencias e instancias subordinadas; la alta burocracia sedienta de ganar trofeos y reconocimiento busca ser más papista que el papa. Así emprende acciones que reproducen señales persecutorias y de intimidación, ahora hacia la candidata de Frente Amplio por México, FAM.
En efecto, la insistencia presidencial por denostar y disminuir la figura de la candidata del FAM, es señal para que otros funcionarios busquen exhibir una cacería fanática y resuelta a quienes se atreven a resistir su incorporación a la disciplina y credo oficial. El estilo de este presidencialismo se arropa también en gobernadores que se le vinculan, como es el caso de Nuevo León, cuyo ejecutivo estatal aparece como persecutor tenaz de opositores, con el incentivo de diezmar la presencia y peso de la oposición en el congreso local.
Cunde el estilo de este presidente con su desparpajo para no dejarse limitar por la ley ni por las resoluciones o recomendaciones de las autoridades. Así, el Estado se ve reducido a los intereses del gobierno y éste a quedar encargado de cumplir con los de su partido. Por eso se perfila una elección de Estado, pues de esa forma se pretende asegurar que el poder se quedará en las mismas manos, conjurando toda posibilidad que no sea así.
Este presidencialismo recurre a medidas que se empleaban cuando se trataba de construir el sistema político; cuando la mística del poder buscaba encontrar el destino democrático del país en una ruta escabrosa que siempre estaba amenazada por la fractura, de modo que la ecuación era cómo combinar estabilidad y cambio; pero ahora se trata de un camino inverso. El de antes se significó por un paso que fue del autoritarismo a la democracia; el de ahora va en sentido inverso, de la democracia al autoritarismo.
Este presidencialismo disciplina a sus agentes, impone el sello de la hostilidad y la intimidación; exporta su metodología a otras órdenes de gobierno en los estados y los municipios; este presidencialismo quiere ganar las elecciones antes de las elecciones; repudia la competencia democrática y de antemano pretende asegurar las condiciones de la permanencia de su partido en el poder. No quiere competir, quiere imperar.
El gobierno de Nuevo León se asocia a ese estilo, lo incuba y lo traduce con gran torpeza.