Antes de que se posicionará en la cultura jurídica nacional el modelo del estado constitucional pro individualista prevalecía la idea de que México se distinguía por haber aportado al mundo el constitucionalismo social.
El desplazamiento y sustitución gradual de aquel consenso mayoritario por otro más sincrónico con la estrategia neoliberal eliminó de los planes de estudio y los textos escolares la línea histórica del pensamiento reivindicatorio de los derechos colectivos y de los grupos desaventajados.
Libros tales como los de Jorge Sayeg Helu, “El constitucionalismo social mexicano”, y toda su brillante obra, yacen en el cementerio del olvido.
Incluso, la destacada obra de juventud de Jorge Carpizo, “La Constitución Mexicana de 1917″, que abría mostrando como su fuente histórica fundante los contenidos políticos y sociales de la revolución, dejó de imprimirse.
Es entendible que una nueva generación de juristas y constitucionalistas haya optado por el culto a la persona, sus derechos y dignidad porque hay que admitir sin reservas que era indispensable reforzar las garantías efectivas de su integridad ante toda clase de poderes oprobiosos.
Pero ello no debió y no debe suponer el abandono de la vigorosa tradición del constitucionalismo social mexicano.
Este hinca sus raíces en precedentes que al menos se remontan a los Sentimientos de la Nación y la Constitución de Apatzingán (la Constitución de Morelos de 1814) y pasa por el reclamo federalista y educativo de las provincias en el congreso constituyente de 1823-24.
Más adelante, resurge con fuerza en el ideario de la Revolución de Ayutla de 1854 y los célebres debates de la asamblea constituyente de 1856-57.
En esta, personajes de la talla de Francisco Zarco, José Ma. Del Catillo Velasco o Ponciano Arriaga señalaron con firmeza que derechos sin propiedades para los indígenas y los pobres equivalía a poner en riesgo a las clases medias, abonar al conflicto social y repetir el fracaso de cualquier tipo de instituciones constitucionales, federalistas o centralistas.
Durante la Revolución de 1910 abundaron los ejemplos: desde las demandas laborales y sindicales de los hermanos Flores Magón a los reclamos de tierra y libertad de Emiliano Zapata, o bien, la educación popular de Pancho Villa, las cuales motivaron la construcción de sendos principios e instituciones articuladoras de la Constitución de 1917.
A lo largo de varias décadas, el programa de la Revolución, en particular durante los gobiernos de Lázaro Cárdenas, Adolfo López Mateos y Luis Echeverria, con todas sus limitaciones o contradicciones propias de una obra política humana, testimoniaron la persistencia del constitucionalismo social mexicano.
Todavía el presidente Miguel de la Madrid, en la primera mitad de su mandato, mostró cierto compromiso con los ideales de la Revolución.
Pero el avance de la propuesta neoliberal en contextos internacionales, la caída de la Unión Soviética en 1991, los constreñimientos económicos y la apuesta generalizada por el monetarismo y las economías abiertas llevaron a la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica en 1992-1994 y el giro hacia las políticas favorables al mercado en México.
Desde entonces comenzamos a transitar no solo a un sistema político democrático pluralista, sobre la base del estado liberal constitucional, sino a un modelo jurídico que debilitó en la teoría y la práctica los derechos colectivos, y que en Lomas Taurinas en marzo de 1994 ahogó el grito desesperado de Luis Donaldo Colosio cuando exclamara “Veo un México con hambre y sed de justicia”.
A contrapelo del regreso del péndulo neoliberal en dirección de un nuevo proteccionismo o desglobalización selectiva, lo cual fue notorio entre finales de la primera y el inicio de la segunda década del siglo XXI, en el país reimpulsamos desde 2012 vía el Pacto por México las políticas orientadas al sector privado y se pospuso entre 2006 y 2018 el acceso de la izquierda al poder.
Las consecuencias de esa tardía contradicción ya no pudieron ser mediadas por el sistema político, los partidos quedaron atrapados en ella y el derecho perdió fuerza infectado por la desigualdad, la ilicitud y los abusos del poder.
El diagnóstico y deslinde de López Obrador frente a ese modelo de estado, la fundación de Morena en 2013 y su evidente éxito electoral en menos de una década lo catapultó al pináculo de la pirámide política.
El lema: “Por el bien de todos, primero los pobres” ha reinyectado plasma a la vena social, popular y comunal que recorre el sistema circulatorio del país desde su tradición pre independiente.
Concluyó en que es urgente realizar una nueva reflexión jurídica para vigorizar y rebalancear los derechos colectivos frente a los indispensables derechos individuales.
El nuevo ciclo de renovación de los poderes de gobierno, que ya está en marcha, ofrece una magnífica oportunidad para enriquecer las ideas y consolidar esa trayectoria histórica, muy mexicana.