Con la llegada del Día de Muertos a veces pienso que hasta la propia muerte nos ha dejado de sorprender. Personalmente he pasado por tantas pequeñas muertes que solo tengo este instante milagroso.
Cómo recuerdo cuando mi padre que en paz descanse compraba diariamente sus periódicos, el Excélsior, El Universal y ya después el Reforma. No es que cambiara uno por otro, es que compraba los tres periódicos y los tres periódicos leía. Me gustaba de muy joven hojear las páginas de sus periódicos como él lo hacía. Y al final de aquellas páginas, por lo general venía la sección de la nota roja. Me impresionaba mucho leer las notas donde se escribía de muertos y asesinatos. La muerte de otros me conmocionaba.
Hoy veo que la muerte no duele. La muerte de otros. Quizá la propia.
En mi país matan a personas como si estuviéramos en guerra. Pero no parece incomodarnos. ¿Nos da igual? Así pareciera…
Para nuestros políticos eso es muy bueno, pues le dan carpetazo al asunto y se aferran al “aquí no pasó nada”.
A mí sí me duele la muerte de otros.
A 8 años de la muerte de mi madre y de mi única hermana (que incluso fue el mismo año, por tres meses de diferencia), así como la muerte de mi padre hace 6 años, todavía me duele.
Yo les puse un altar desde el día que murieron y no lo he “levantado”.
Ya sé que en la creencia popular estará la opinión de “si no quitas el altar, no los dejarás descansar”. No creo en eso.
Ese altar permanente puesto en mi corazón y en mi casa es el que me ayuda a recordarles en paz. Y me alienta la esperanza de poder pronto encontrarme con ellos. Me recuerda también mis propias muertes y me obliga a preguntarme todos los días cuál es el sentido de mi vida.
Ponemos altares de muertos sin darnos cuenta que nosotros, los que hablamos de altares a veces estamos muertos en vida.
En Día de Muertos no puedo olvidar los que ya no están a causa de un balazo o de una ráfaga de balazos en sus cuerpos... La sangre con la que se ha teñido el país.
Pero los muertos descansan, ese es el único alivio que me queda... Y nunca se van. Nos acompañan todos los días porque quizá nuestros seres queridos tuvieron que morirse para podernos ayudar. Hoy los recuerdo con tristeza y respeto y a través de esta columna.
Hago un homenaje a todos los que seres que ya partieron de manera injusta y dolorosa. Pido por sus familias, por el dolor que deben de sentir.
Aquí les comparto una imagen de mi altar permanente.
Está plagado de sus cosas, de las pertenencias de mis padres y de mi hermana: el reloj que ella usaba, el collar de mi madre con la Virgen; el avioncito de mi padre que era fanático de ellos y los coleccionaba; sus lentes; sus pequeños adornos que le daban luminosidad a nuestro hogar los crucifijos que colgaban de la pared, como recordándoles que no están tan solos.
Los muertos de uno son de todos. Los muertos de nuestro país son también de todos. En homenaje a ellos mi columna.
Y los que aún no han sufrido la pérdida de ningún ser amado, no queda más que disfrutarles en vida. Vayan y acompáñenlos. Rían, coman, y beban. Perdónenlos y perdónense.
Es cuanto.