Desde hace algún tiempo vengo advirtiendo que el modelo del nuevo constitucionalismo liberal y social de cuño europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial, implantado en México a partir de 1991-1996 presenta fortalezas, pero también debilidades, y que superarlo exige renovarlo o ajustarlo para que responda al complejo contexto nacional.

A partir de 2018, el mandato recibido en las urnas por Morena y el presidente Lopez Obrador ha emprendido esos cambios empalmados en la vetusta estructura constitucional que modula la vida pública.

Por una parte, la Constitución de 1917 ha servido para albergar diferentes proyectos de estado y nación.

Ciertamente, ha dado lugar desde el gobierno semiparlamentario y federalista, que se le imprimió en su acta agraria de nacimiento, hasta el hiperpresidencialista y centralizador propio de la época que se abrió con la Gran Depresión de 1929 y se prolongó durante el acto bautismal del milagro industrializador iniciado en los años cuarenta hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, la Unión Soviética en 1991 y la firma nupcial del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá en 1992-1994.

Sorprendentemente, esa misma estructura jurídica sigue transitando por la autopista de la Cuarta Revolución Industrial, financiera, digital y de energías renovables.

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Asimismo, en aquella larga época la forma de gobierno democrática pluralista fue atenuada al máximo por la confederación de miles de partidos y fuerzas de alcance nacional, regional o local que fundaron y se fundieron en el Partido Nacional Revolucionario en 1929, lo transmutaron en Partido de la Revolución Mexicana en 1938 y lo reconfiguraron en el hegemónico Partido Revolucionario Institucional en 1946, tolerante de oposiciones débiles y testimoniales, tales como el Partido Acción Nacional o el Partido Popular Socialista.

Ese modelo de estado y nación, menos pluralista y con menor garantía de derechos políticos, pero con mayor impacto social, hizo de México un país más moderno y lo colocó en la semiperiferia de los Estados Unidos con todas sus ventajas y desventajas

Por la otra, el fin de ciclo socialdemócrata, económico-social y político que sobrevino en los años ochenta y noventa, el agresivo giro neoliberal internacional y la apuesta riesgosa a que, ahora si, todos podríamos ser propietarios y acceder a los beneficios del capitalismo liberal, supuso la priorización de los derechos de libertad, autonomía y participación política.

Por ende, ello traería la implantación o reinstalación de las garantías de esos derechos: pluralismo, división de poderes, órganos autónomos, poder judicial fuerte, justicia constitucional en sede judicial, entre otros elementos que implicaron la reducción del poder presidencial o lo que se llegó a llamar “hipopresidencialismo”. Un poder que había que elegir cada seis años, pero que no se podía ejercer ni siquiera tres.

Treinta años después, el balance, diagnosticado por las fuerzas integrantes de Morena y aceptado incluso por los más honestos o conscientes de los propios protagonistas o inspiradores del giro neoliberal (por ejemplo, Santiago Levy y Luis Felipe López-Calva “¿Qué falló? ¿Qué sigue? Méxixo 1990-2023″) revela lo siguiente:

Si bien se cumplieron objetivos tales como la estabilidad macroeconómica o un razonable pluralismo e institucionalidad electoral, el neoliberalismo fracasó al no generar la tasa necesaria de crecimiento económico y la inclusión social de una población que justo en esas tres décadas pasó de 90 a 120 millones de habitantes y se desbordó a la informalidad, la migración o la ilegalidad.

Si a ello se agrega que el arreglo político corporativo de 2012, el Pacto por México, reforzó la estrategia neoliberal a contrapelo de las tendencias internacionales, que la cuestionaban, y que a dicho acuerdo se sumó la izquierda moderada sin recibir derecho de acceso al poder presidencial, por supuesto que la polarización social anunció la polarización política por la que optó la izquierda radical representada por Morena.

Ya desde 2015, pero sobre todo en los comicios generales de 2018 el mandato del electorado fue contundente en favor de revisar toda la estrategia-país, su institucionalidad neoliberal y, en particular, sus malas prácticas entre violencia, corrupción e impunidad.

Desde luego, los principales activos del ciclo neoliberal, por ejemplo, los derechos penales o los derechos políticos y sus garantías institucionales, es decir, la oralidad en la justicia penal o la judicialización de las elecciones, incluso las garantías del mercado libre regulado, no pueden ser soslayadas, como tampoco los esfuerzos empeñados para medio pegar los platos rotos que pagaron en exceso los grupos desaventajados o vulnerables.

Así pues, hay que admitir que las garantías del modelo constitucional referido no son suficientes, están incompletas y no deben ser inamovibles o estáticas en un contexto complejo de un país que lucha por sincronizar el desarrollo con la emancipación social y la gobernabilidad frente a poderes fácticos y salvajes incubados antes o durante el ciclo neoliberal.

Ahora, la Constitución de 1917, que en rigor refleja las creencias mayoritarias de las épocas relativas al menos a dos grandes giros en el proyecto-país: el cardenista de los.años treinta y el neoliberal de.los ochenta y noventa, está sometida a la demanda del constitucionalismo populista para equilibrar o poner o reponer en el centro los derechos sociales y colectivos frente a los derechos individuales.

De allí que el planteo de la coalición morenista dominante requiera remontar el hipo-presidencialismo y recalibrar el poder presidencial en un país con tradición de gobierno presidencial, no parlamentaria, y que requiere hacerse respetar para mayor eficacia.

De allí que el cuestionamiento a una división de poderes, horizontal (legislativo, ejecutivo y judicial más algunos órganos autónomos) o vertical (estados y municipios) que encubra la simulación de sus capturas a manos de poderes fácticos y facilite la corrupción o traslado de bienes públicos a patrimonios privados resulte difícil de rebatir y hasta de contener, pues todo interés espurio termina por caer ante la fuerza moral mayoritaria de sus impugnantes.

Y de allí, por lo tanto, que la continuidad de la estrategia populista –que no deja de ser liberal, por cierto, sólo que desde su extremo izquierdo– concite y exija la concurrencia de mentes brillantes y espíritus conscientes de lo que está en juego y que es terminar de reconformar la institucionalidad que nos permita màs desarrollo y democracia con dignidad e integridad.

En todo caso, una dosis de inteligencia y virtudes similar se esperaría de sus contrapartes opositoras, siquiera para propiciar un mejor destilado luego de la contienda electoral y su conversión en formas jurídicas y de gobierno.

No soy ingenuo para cerrar los ojos a los errores o las desproporciones en que cualquier propuesta o gobernante pueda incurrir, incluida la influencia que pueda cobrar “el peso del pasado”, según lo advierte Fernando Escalante.

Pero tampoco es justificable, ética, moral o políticamente defender sin cortapisas o sin cambios legítimos la democracia como estructura jurídica o régimen político-electoral cuando los resultados que ofrece el modelo constitucional y de gobierno que la ampara más bien desampara sin controles posibles a la mayoría de quienes nacimos o vivimos en esta tierra.

Así es que la democracia representativa, que debemos perfeccionar, debe a la vez flexibilizarse para acoger en poderes e instituciones a la democracia participativa y popular buscando nuevas formas de sincronizarla con la biopolítica ciudadana.

Y es que quizás se requiere haber sufrido o convivir con el sufrimiento de amplias capas de la población, colectivos, grupos o personas de carne y hueso, víctimas de su cuna, estructuras viciadas o la pirámide del poder y la injusticia eterna para comprender que ningún estado de derecho, legal o constitucional es legítimo o puede perdurar si no le corresponde con coherencia y eficacia de resultados a la base social y política que lo sostiene.

A quienes por sus propias creencias, razones o intereses mantienen el dogma insensible y descontextual de esquemas del pasado que ya no pudieron asegurarnos a la mayoría un mejor futuro, con respeto les recuerdo que en la dialéctica de la historia de México, ya sea la Independencia, la Reforma o la Revolución, y sus tres constituciones refundantes: 1824, 1857 y 1917, ese futuro socialmente viable lo pudo garantizar la tendencia del progreso popular y no la de las elites.

Estamos ante una bisagra más de la historia que nos abrir un ventanal a la reedición actualizada de un nuevo futuro, esta vez hacia las diez primeras economías del planeta, pero con mejores equilibrios sociales y gubernamentales, y un estandarte pletórico de diversidad cultural.

Felices fiestas.