La noche en que Trump logró lo imposible (la firma de un alto al fuego entre India y Pakistán tras 72 horas de bombardeos masivos), el mundo celebraba un acto de diplomacia vertiginosa. Pero bajo esa maniobra espectacular se reveló algo más profundo: la fragilidad de China. No la económica, no la tecnológica, sino la estratégica. Porque en esta guerra que oficialmente enfrentó a Nueva Delhi con Islamabad, el verdadero perdedor fue Pekín.

China ha invertido más de 62 mil millones de dólares en Pakistán como parte del China-Pakistan Economic Corridor (CPEC), una arteria vital que conecta el oeste de China con el puerto de Gwadar, en la costa de Baluchistán. Este corredor, columna vertebral de la estrategia china en el Índico, atraviesa zonas profundamente inestables, saqueadas y militarizadas por el Estado pakistaní.

Baluchistán, anexado tardíamente en 1948 mediante la coacción militar, es una región con vastas reservas de gas, cobre y minerales estratégicos. Produce la mayor parte de la energía que consume el resto del país, pero su población vive en marginación crónica, bajo ocupación y represión sistemática. En esta guerra, la insurgencia baluchi ha intensificado sus acciones, sabiendo que el Estado paquistaní no puede atender todos los frentes al mismo tiempo.

Mientras tanto, los cielos de Pakistán revelaron una realidad que Pekín habría preferido mantener oculta: el armamento chino, corazón del sistema de defensa pakistaní, demostró ser ineficaz. Decenas de misiles indios penetraron con facilidad las defensas antiaéreas chinas, y lo más grave fue el derribo de un Chengdu J-20 (el caza más avanzado exportado por China), alcanzado por un misil de fabricación india que no costaba ni una décima parte.

El conflicto también tocó las fronteras de China. En la Cachemira ocupada por Beijing, cruza la única carretera estratégica: la China National Highway 219 que conecta Xinjiang con el Tíbet, pasando por la región de Aksai Chin. Esta vía es un eje logístico clave para el Ejército Popular de Liberación. Aunque India no atacó directamente el corredor, su artillería se aproximó peligrosamente, dejando claro que esta carretera, hoy vital para el dominio del oeste chino, podría ser un blanco en futuros conflictos.

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En medio del caos, surgió una figura inesperada: el gobierno talibán en Afganistán. Kabul ha mantenido históricamente una postura cercana a Pakistán, pero el deterioro de las relaciones con Beijing debido al trato brutal a los musulmanes uigures en Xinjiang, ha reconfigurado su geopolítica. Lo que se está forjando es una alianza tácita entre los talibanes, India y los movimientos de liberación baluchis. Esta triple entente no sólo representa un nuevo eje de poder regional, sino un desafío directo a los intereses estratégicos de China.

A la par, Turquía, antigua aliada de Islamabad, se ha distanciado. Las tensiones con China por los uigures, junto con su renovado interés en Asia Central, han inclinado a Ankara hacia una colaboración discreta con India y los opositores baluchis.

Así, en 72 horas, el mundo fue testigo no sólo de una contienda entre potencias nucleares, sino del primer conflicto del siglo XXI que expone a China como una potencia que depende de otros para no perder la cara. Sin que Estados Unidos haya intervenido directamente, sus rivales regionales han empujado al dragón a una posición de incomodidad y vulnerabilidad estratégica.

Por otro lado, Trump, con su estilo brutal y directo, logró que la guerra no escalara. Pero al imponer un alto al fuego, también salvó a Xi Jinping de tener que intervenir militarmente por su aliado pakistaní. En el proceso, lo dejó expuesto, desprotegido y, sobre todo, disminuido ante los ojos del mundo.

China no cayó. Pero cayó el mito de su invulnerabilidad.