Sin duda una de los grandes problemas en términos de transparencia para los mexicanos es que las Fuerzas Armadas no rindan cuentas. Esto ha sido exacerbado con el poder inconmensurable que el presidente AMLO, y más recientemente, el Congreso mexicano, les ha otorgado con motivo del traspaso de la Guardia Nacional, de la prolongación de su tiempo de permanencia en las calles y de las nuevas funciones civiles entregadas a los militares.

En días recientes, tras el hackeo por parte de Guacamayas de los servidores de la Sedena, han salido a la luz pública un sinnúmero de fechorías relacionadas con la asignación directa de contratos, abusos en el seno de las Fuerzas Armadas y un círculo de corrupción que envuelve a altos rangos del Ejército.

AMLO podrá continuar con su cantaleta conocida como “el pueblo uniformado” en relación con los soldados. Sin embargo, la realidad apunta a que al igual que otros funcionarios públicos, los militares han sido presas de la corrupción y del conflicto de interés.

Más recientemente, el general Luis Cresencio Sandoval se ha visto envuelto en una nueva polémica relacionada con su decisión de no responder a cuestionamientos relacionados con el hackeo. Esto ha enardecido -aun más- a los críticos del Ejército y a la opinión pública que ha rechazado desde un inicio el empoderamiento de las Fuerzas Armadas.

¿Cómo se puede obligar a las Fuerzas Armadas a que rindan cuentan ante los mexicanos como lo hace cualquier servidor público ante la Secretaría de Hacienda, la Auditoría Superior u otro órgano fiscalizador del Estado Mexicano? Ciertamente, es necesaria una reforma legal que ponga el acento en que los militares, principalmente los que ocupan los rangos más altos del escalafón, y que tienen poder de decisión, deben reportar sus operaciones militares, la suscripción de contratos de obra pública y todo aquello que involucre recursos salidos de los bolsillos de los contribuyentes.

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Sin embargo, una reforma legal quedaría corta. Se necesita también, pues, un verdadero liderazgo civil que sea capaz de capitalizar la desconfianza de los mexicanos hacia el Ejército, y que pueda, a la vez, operar políticamente para que el Congreso, en conjunto con todas las fuerzas políticas, restablezca el mando civil sobre el Ejército.

Desafortunadamente, hoy, en el contexto del empoderamiento del Ejército y la eventual sumisión de los poderes civiles ante las Fuerzas Armadas, se antoja como una aspiración irrealizable en el corto plazo. Con el paso del tiempo, y ahora con la información revelada, se ha deteriorado aun más la confianza de los mexicanos en el Ejército, lo que obligará al nuevo presidente y al Congreso electo en 2024 a reencaminar la transformación de las Fuerzas Armadas en una institución que rinda cuentas y que gane la admiración de todos.