Por una vez, Andrés Manuel López Obrador no incurrió en un oso mayor al intervenir en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que México preside este mes por quinta vez en la historia. Además, tratándose de temas para especialistas, da más o menos lo mismo lo que diga el presidente: a nadie le importan mucho esos discursos, ni en el Consejo — a menos de que se analice una crisis seriamente amenazadora para la paz y seguridad internacionales, por ejemplo: la invasión de Irak o las guerras intermitentes en Medio Oriente— ni en la Asamblea General, salvo cuando hablan los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, conocidos como el P5: Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia y China.
Pero ello no significa que el mandatario mexicano haya cuidado su intervención. López Obrador no tiene por qué saber nada del tema, pero su gente sí tiene la obligación de conocer la historia de sus propuestas y de convencerlo de no plagiar a sus predecesores u homólogos en esta materia. En efecto, la propuesta de recaudar fondos de los mil magnates más ricos del planeta —además de los países del G-20 y de las mil empresas más grandes del mundo— ya ha sido presentada, en diversas formas, desde hace muchos años. Es vino viejo en botellas viejas o, en el lenguaje presidencial, un refrito.
Tal y como se comentó ampliamente, López Obrador propuso sacar de la pobreza a 750 millones de personas en el mundo que viven con menos de dos dólares al día. El gasto se financiaría con una contribución anual de 4 % de parte de las fortunas de los mil individuos más ricos, con un 4 % anual de los ingresos de las mil empresas más importantes y con 0.2 % del Producto Interno Bruto (PIB) de los países del G-20, para sumar un billón de dólares. Ahora vayamos a la historia.
Desde 1970, la comunidad internacional en la ONU aprobó como meta que los países ricos o donantes aportaran el 0.7 % de su PIB anual en Asistencia Oficial para el Desarrollo (AOD). En principio se excluía la inversión privada en el cálculo, aunque Estados Unidos nunca aceptó dicha exclusión. No se alcanzó jamás la meta, de tal suerte que en los Objetivos de Desarrollo del Milenio, aprobados por la ONU en el año 2000, se repitió el compromiso. La Unión Europea se comprometió de nuevo en 2001 con la cifra de 0.7 %. En febrero de 2002, la Cumbre de Monterrey volvió a enunciar la misma meta. En otras palabras: la primera fuente de financiamiento propuesta por AMLO fue planteada hace más de medio siglo y sigue sin cumplirse.
La segunda —a saber: la aportación de los magnates— también se presentó hace años. En 2010, Bill Gates y Warren Buffet enunciaron un “Compromiso de Donar” (The Giving Pledge), según el cual los mega-ricos del planeta donarían por lo menos la mitad de sus fortunas para varias metas, empezando por el combate a la pobreza. Más de doscientos magnates de veintisiete países suscribieron el compromiso durante los primeros meses. Curiosamente, un amigo cercano del presidente López Obrador —quien lo visita con frecuencia en Palacio Nacional o en su rancho de Tabasco— se negó a firmar el compromiso, argumentando que no creía que la caridad fuera la mejor manera de combatir a la pobreza y que él podía ser más útil operando sus empresas que vendiéndolas y donando la mitad de su fortuna a la filantropía. Se trata, obviamente, del ingeniero Carlos Slim, a quien seguramente AMLO ya convenció de que ahora sí se comprometa.
Finalmente, en lo tocante a las empresas más grandes y el impuesto especial de 4 %, el G-20 acaba de aprobar un impuesto mínimo internacional para todas las empresas —y en particular para las de tecnología— de 15 %. Ya lo habían suscrito 130 países y se supone que puede generar hasta 150 000 millones de dólares al año para los erarios del mundo. La idea se trabajó durante años en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) bajo la dirección de José Angel Gurría, a quien AMLO vetó como posible sucesor de Rebeca Grynspan en la dirección de la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) en Madrid. Donald Trump, el amigo de López Obrador, rechazó la idea durante cuatro años, pero Joe Biden la aceptó en cuanto tomó posesión, desbloqueando el impasse anterior. Quizás si AMLO hubiera asistido a la cumbre del G-20 en Roma se habría enterado de todo esto.
No existe el plagio en materia de ideas, ni mucho menos sobre políticas públicas: nadie es dueño de nada. Pero presentar propuestas antiguas —y en términos antiguos— como si fueran originales y propias es, en el mejor de los casos, una tomadura de pelo y en el peor una estafa. Que la comentocracia no se dé cuenta, o que a nadie le importe, es lo de menos. Lo grave es verle la cara a los otros catorce miembros del Consejo de Seguridad, que ni siquiera se tomaron la molestia de decir que inmediatamente transmitirían la propuesta mexicana a sus capitales, donde se perdería en los hoyos negros de las cancillerías. Pero por lo menos no hubo oso.