El reciente desaire diplomático entre México y España, simbolizado en la ausencia del rey Felipe VI en la toma de protesta de Claudia Sheinbaum para convertirse en presidenta en funciones, es el último capítulo de un grotesco guion de torpezas diplomáticas.
Aunque la versión oficial sugiere que la razón de esta omisión fue la falta de respuesta de la corona española a una carta privada enviada por el presidente López Obrador, dicha explicación solo raya en lo absurdo.
Esa misiva, cargada de falacias y exigencias anacrónicas, reclamaba una disculpa por las ofensas cometidas durante la conquista de México en el siglo XVI, cuando ni siquiera existía el Estado español tal como lo conocemos hoy. Era el Reino de Castilla y Aragón, y en lugar de México, lo que había eran ciudades-estado indígenas.
En un teatro de ilusiones históricas, López Obrador exige reparaciones a un pasado que, como muchas de sus gestas políticas, distorsiona en beneficio propio.
Lo que debería preocuparnos, sin embargo, no es solo la retórica superficial de esta omisión, sino el trasfondo ridículo y profundamente hipócrita.
Se vocifera un fervor indigenista, una retórica de resistencia contra el colonialismo, pero las invectivas y los disparates que lanza el gobierno se dicen en la lengua de Cervantes. Lo más irónico: se erige un falso indigenismo al tiempo que se despoja a los pueblos originarios del sureste del país, como los tojolabales, tzotziles, tzeltales y muchos otros, de sus tierras, sin consultarles ni permitirles un mínimo de participación real en decisiones tan trascendentales como el ecocida Tren Maya. Ese mismo tren que arrasó con sus territorios sagrados bajo el pretexto de un desarrollo que solo sirve a los intereses de una clase política cada vez más alejada de los valores que dice defender.
Este supuesto indigenismo se revela así como un discurso hueco. ¿Y los tratados de San Andrés? Nada. Pura demagogia. Un pretexto para seguir acumulando simpatías con narrativas falsas, mientras que, en realidad, el gobierno sigue aplastando a las mismas comunidades que dice proteger.
Pero si todo esto parece absurdo, lo que sigue es aún más patético: el movimiento político que más daño ha causado a los principios republicanos en México, que ha destruido los contrapesos y desmantelado instituciones, ahora se presenta como el paladín de los valores republicanos al rechazar una figura monárquica.
Es irónico que el mismo régimen que ha erosionado la democracia en México ahora quiere erigirse como campeón del republicanismo frente a las coronas europeas.
Más aún, resulta grotesco pensar que quizás la razón oculta detrás de esta afrenta diplomática sea mucho más simple: no caben dos monarcas en un solo recinto. Porque, a pesar de su retórica antimonárquica, todos sabemos que López Obrador se ha convertido en un monarca de facto, un rey sin corona, pero con más poder que muchos monarcas constitucionales. Un tirano que, bajo el disfraz de un líder del pueblo, ha consolidado un reino de caprichos personales, sostenido por la devoción ciega de sus seguidores.
Lo más alarmante es el papel que ha jugado Claudia Sheinbaum en este espectáculo de disparates. En lugar de comenzar su presidencia rompiendo con las prácticas autoritarias del obradorato, ha permitido que el actual gobierno controle no solo la mitad de su gabinete, sino incluso la lista de invitados para la ceremonia en la que asumirá formalmente el poder. Ha consentido que su investidura sea moldeada por los mismos que, hasta ahora, han mancillado el cargo de presidente, perpetuando un poder que debería haberse retirado hace tiempo. En lugar de ser un símbolo de renovación, Sheinbaum corre el riesgo de convertirse en la continuación de un régimen que ha hecho de la política mexicana un teatro de lo grotesco.
Lo sucedido con España no es solo un desatino diplomático. Es un ridículo monumental, una vergüenza para la política exterior mexicana y una advertencia sobre lo que nos espera si el obradorato sigue extendiendo su influencia, incluso más allá de la presidencia. Porque si este régimen no se retira a La Chingada como ha prometido, nos arriesgamos a seguir siendo testigos de episodios como este, en los que el orgullo nacional y la diplomacia internacional son sacrificados en el altar del capricho personal.