De visita al Salón México
En el ánimo anticipado de la política de buena vecindad instaurada por Franklin D. Roosevelt, Aaron Copland arribó a México por vez primera en 1933. Guiado por quien llegaría a ser su amigo, Carlos Chávez, artista institucional y creador del ballet El fuego nuevo, Sinfonía India y del propio Instituto Nacional de Bellas Artes –obra musical y cultural lo sintetizan como personaje–, visitó el famoso Salón México, ubicado en la calle Pensador Mexicano número 16, Col. Guerrero, en el centro de la ciudad, que había sido abierto en 1920.
“Recuerdo haber leído sobre él en la guía de Annita Brenner, en la sección Entretenimiento, señala Copland: ‘Club nocturno tipo Harlem… gran orquesta cubana. Tres salones: uno para gente vestida a tu manera, otro para gente vestida con overoles pero calzados, y otro para los descalzos’. La señorita Brenner olvidó mencionar un letrero en la pared que decía: ‘Por favor, no tires colillas encendidas al suelo para que las damas no se quemen los pies’… De alguna manera inexplicable, mientras uno caminaba por esos pasillos abarrotados, realmente sentía un contacto vivo con el pueblo mexicano: la sensación atómica que a veces se tiene en lugares lejanos, de conocer de repente la esencia de un pueblo: su humanidad, su timidez individual, su dignidad y su encanto único” (“The story behind my El Salón México”; Aaron Copland. Tempo No. 4, julio de 1939, Cambridge University Press). La reflexión le lleva a considerar a México, pero en particular la existencia de ese Salón, sin cuya realidad y espíritu no habría nacido la obra.
Aquí va la explicación vernácula de lo que vivieron Copland y su amigo Chávez:
“Este recinto contaba con tres pistas de baile: ‘el del Cebo’, ‘el de Manteca’ y ‘el de Mantequilla’. En la primera pista bailaba el proletariado y la gente de escasos recursos. Por su parte, ‘el de Manteca’ estaba destinado a la clase media, es decir, comerciantes que podían vestir un poco mejor. Finalmente, la última pista estaba destinada para la alta sociedad del país y extranjeros, aunque algunas veces podían ir los ‘ricos pobres’, es decir, empleados de la gente adinerada que, de vez en cuando, podía ir a esa sala. (Danzoneros, digital, 19-10-21).
Copland seguramente recorrió los tres salones, vio y sintió lo que en otras ocasiones no percibió en viajes lejanos como el que refiere hizo a Marruecos, de donde no trajo consigo ningún suvenir musical. Escribió la pieza entre 1933 y 1936 (aunque él dice en su memoria que la primera visita fue en 1932). Es una obra de unos once minutos aproximados en un solo movimiento, aunque claramente segmentada. El propio autor señala que está “inspirada” en la música que escuchó en el salón de baile más en cuatro piezas mexicanas cuyas partituras compró durante la visita: “El palo verde”; “La Jesusita”; “El mosco”; “El malacate”. Aquí, el suvenir o recuerdo musical del que habla toma sentido: lo escuchado y lo comprado transfigurado en una mente creativa y con el dominio de las técnicas modernas de composición y arreglo. Lo bueno es que él mismo da el crédito a las piezas adquiridas, algo que no sucede regularmente, ni siquiera en el historial de esas cuatro piezas y sus versiones actuales en México. Hablemos un poco de ellas.
El palo verde
No hay mucha información sobre esta pieza. Se trata de una canción bailable que Gabriel Pareyón atribuye al compositor, cantor y organista originario de Guadalajara, Jalisco, Alejandro Manzo (1851-1950). “En 1929 fue premiado en la Exposición Iberoamericana de Sevilla por su obra para piano Aires nayaritas, que incluye ‘Las cuatro milpas’, ‘El novillo despuntado’, ‘Las tomateras de Chilapa’, ‘El palo verde’, ‘El toro palomo’ y ‘Las lomas de Ixcuintl’… También es autor de numerosas obras religiosas para órgano y para grupos corales” (Diccionario Enciclopédico de Música en México, 2007).
Hay una versión que actualmente tocan las bandas tipo sinaloense atribuida a otros compositores (a un tal Velarde o a la Banda El Recodo…), pero en realidad los registros histórico musicales no muestran más que una pieza con ese título. Pareyón ofrece asimismo información sobre Mexican Folkways, una publicación periódica, bilingüe, editada en Nueva York por Frances Toor. Circuló entre 1925 y 1933, distribuida en Estados Unidos y México. Colaboradores mexicanos: David Alfaro Siqueiros, Clemente Orozco, Diego Rivera y Ángel R. Salas, entre otros. Incluía artículos sobre músicas y danzas típicas. La colección completa fue publicada en 1947 como A Treasure of Mexican Folkways. Allí aparece enlistada (y probablemente comentada) “El palo verde”.
La letra que actualmente se canta es de carácter pícaro, aunque no sabemos si se trate de la original:
Señora su palo verde
ya se le estaba secando
yo anoche se lo regué
y le amaneció floreando
Mientras avanza la investigación, escuchemos una versión instrumental y bailada con la Banda El Recodo:
“El palo verde”:
La Jesusita
“La Jesusita” de la cual habla Copland, ¿es la célebre “Jesusita en Chihuahua”? Esta se conoce como una composición de Quirino Mendoza (1862-1957). Tampoco hay muchas canciones con ese título, hay una “Jesusita la vaquera”, de Mario Talavera, autor de la bella canción “Gratia plena”. “La Jesusita”, a secas, ni vaquera ni en Chihuahua, aparece en el mismo listado de Mexican Folkways en que está “El palo verde”, aunque en la sección de “cantos revolucionarios”, siendo en realidad una polca o polka. Tal vez sea otra, tal vez no, tal vez una variante, una “inspiración”…
En efecto, en su origen, “Jesusita en Chihuahua” es una polka, esa forma de baile que llegó de Europa y arraigó tanto en México que ya durante el imperio de Maximiliano y Carlota “había una cantidad exorbitante de polcas de origen local, especialmente en el centro y el noreste del país, donde la polca alcanzó su mayor auge en el último tercio del siglo XIX y el primero del XX, siendo muy común durante la Revolución entre las tropas villistas”. Polkas representativas el último período mencionado son “Cielo potosino”, “Las bicicletas”, “La cacahuata”, “Tampico hermoso”, “Jesusita en Chihuahua”, “Las virginias”, “El barrilito”, “Margarita”, “Evangelina” y “Cerro Prieto”; se tocan hoy con el conjunto típico integrado por acordeón, bajo sexto, tololoche y redova.
Nos quedamos por el momento con la duda entre las dos posibles Jesusitas que tal vez sean la misma, tal vez no… Para no entrar en conflicto en día de fiesta, aquí va una magnífica versión orquestal de 101 Strings Orchestra, con arreglo de Carmen Dragon (el arreglo coral de Juan D. Tercero también es muy grato):
“Jesusita en Chihuahua”:
El malacate
Hay sólo dos entradas para “El malacate” en el diccionario de Pareyón. Aparece en tabla cronológica de algunas obras asociadas a movimientos nacionalistas mexicanos en la música. De autor anónimo del Siglo XVIII, entra en el rubro de “sonecitos del país”, es decir, un grupo de piezas bailables; guarachas, jarabes, sones… Y aparece en la compilación de “Sones del mariachi”, pues al parecer es parte del repertorio estándar de este tipo de agrupación musical. De esta pieza no compartiré ninguna versión por ahora. He encontrado un par con ese título cantadas al estilo norteño, con letras distintas las dos aunque ambas refieren al “malacate” como un tipo de personaje no muy grato, más bien como un ladrón, un malvado o individuo de malas intenciones, que en cierta manera se podría extender al significado formal: una máquina para extraer agua y minerales y otras labores.
El mosco
Esta pieza es hoy día un baile tradicional del estado de Guanajuato cuya música fue rescatada, en sus incursiones a poblaciones del noroeste de México, por Ángel Viderique (Guanajuato, 1845-1943). Una actividad que también realizó exhaustivamente Manuel M. Ponce: buscar, rescatar y poner en partitura, música del “México profundo”, por decir. Viderique dirigió la Banda de Música del Estado de Sinaloa y en sus viajes “recopiló bailes y canciones regionales, para después arreglarlos para banda de alientos o para canto y piano. Se le atribuye el redescubrimiento de ‘La paloma azul’, ‘La Valentina’, ‘El venado’, ‘El palmero’, ‘El abandonado’, ‘El mosco’ y muchas otras piezas que hoy se consideran fundamenta les en el repertorio cancionero de Sinaloa y Sonora’” (G. Pareyón).
He encontrado esta buena versión en audio de “El mosco”; se dice que en este baile, más que la música reiterativa lo que importa es la letra asimismo pícara, humorística:
El Salón de Copland
Y ha llegado el momento de escuchar el ingenio de síntesis, creación e imaginación en manos del autor de El Salón México: literalmente, la Filarmónica de Nueva York bajo su batuta con una magnífica presentación de Leonard Bernstein. Qué buen ejercicio escudriñar y encontrar en la pieza los temas de las canciones mexicanas referidas, no siempre es tan sencillo dada su magnífica reelaboración. Le llamo música síntesis a este tipo de creación como asimismo lo son, por ejemplo, Sones de Mariachi (1940), de Blas Galindo; Huapango (1941), de José Pablo Moncayo; o una menos conocida como Concertino para Violín (1967), de Alfonso de Elías. Todas ellas antecedidas por la obra de Aaron Copland, compuesta entre 1933 y 1936, y estrenada por Chávez con la Orquesta Sinfónica de México el 27 de agosto de 1937 (probablemente en el Teatro del Palacio de Bellas Artes, recién inaugurado en 1934), y por la Orquesta Sinfónica de la NBC, en Estados Unidos, en mayo 14 de 1938. Curiosamente, Carlos Chávez, con ese mismo espíritu de síntesis que fue el nacionalismo musical mexicano (espíritu aún insuperado), estrenó su Sinfonía India el 31 de julio de 1936.
Así pues, absorto por lo que vio y vivió en Ciudad de México, por el hálito que le cautivó de un México con ciertos elementos artísticos y revolucionarios en su vida política y social, animado por la amistad con Chávez (también en términos políticos entre Estados Unidos y México, entre Roosevelt y Cárdenas), dio origen a esta pieza que actualmente es universal: El Salón México.
Héctor Palacio en X: @NietzscheAristo