Este día se cumplen 7 años de magia flamenca, trovadora, taurina y creativa.
Cuando cae la tarde sobre el mágico pueblo de San Miguel de Allende, y el sol se retira detrás de las montañas, el corazón del bohemio y el aficionado al flamenco late al compás de un lugar especial, un refugio artístico conocido como “El Tupinamba”. En esta encantadora ciudad de Guanajuato, donde el arte se mezcla con la historia, este singular bar se erige como un faro para los buscadores de pasión, un faro que ilumina la noche con la intensidad de un cante jondo.
El Tupinamba es un rincón misterioso, oculto entre las callejuelas empedradas, un tesoro secreto que solo aquellos con un alma artística pueden encontrar. Bajando por Zacateros, los martes refugia a los nostálgicos fanáticos de Joaquín Sabina y trova, mientras los viernes y sábados, las tablas y castañuelas alegran hasta al corazón más triste. Las paredes de este lugar están impregnadas de historias, de versos y pinceladas de tinta y color. Aquí, los escritores, pintores y toreros se reúnen como antaño, como los bohemios que buscaron refugio en París en el siglo pasado.
El de San Miguel es el segundo tupinamba de México, el primero de Guanajuato. Recordemos la época cuando el mayor contingente de refugiados españoles llegó a México durante y después de la Guerra Civil Española. En los años de 1936 hasta 1939, nuestro país fue punto de encuentro para cientos de perseguidos entre los que se encontraban pintores, escritores, intelectuales, demócratas, libertarios, artesanos, escultores y corazones que huyeron del fascismo. En noviembre de 1941, cientos de ellos llegaron a bordo del barco portugués Quanza, después de haber sufrido innumerables penurias en campos de refugiados en Francia. Coincidentemente, también es noviembre el mes de aniversario del tupinamba sanmiguelense. Al principio, muchos se resistieron e incluso se negaron a integrarse a la sociedad mexicana, creyendo que regresarían pronto a su tierra natal. ¿Por qué establecer raíces en un lugar nuevo si se tenían que arrancar de inmediato? ¿Para qué hacerlo si Franco caería en cualquier momento?
Los exiliados se reunían en varios cafés del centro histórico de la ciudad, como el Tupinamba, el primero de México, ubicado en el número 44 de la calle Bolívar. Este lugar ruidoso atraía tanto a toreros y actrices como a antiguos miembros del Partido Comunista Español. Su dueño, Pedro Dosal, solía publicar anuncios en los que se leía: “¡Donde el café espresso es auténtico café!”, sugiriendo que, en otros establecimientos, el café espresso que ofrecían era fraudulento.
Aquel Tupinamba de la Ciudad de México desapareció, y entre las anécdotas que cuenta Marcial Herce, torero matador autor de este concepto, la historia del Café Tupinamba que cerró suena a la canción “Y nos dieron las diez” de Sabina, pues en lugar de aquel bar establecieron “una sucursal Del Banco Hispano Americano”. Años después nació el Tupinamba de San Miguel de Allende, que es restaurante, refugio, cantina, bar y semillero de almas creativas. Escenario de cantantes, barra de buenos consejeros, plaza de enamorados, cunita de revoluciones, bóveda de recuerdos, rincones de libros, muro de trofeos, aire de soliloquios donde, como dicen sus paredes, “el Tupinamba era una casa de locos en la cual todos hablaban y ninguno se entendía”. Así dice Luis Spota en “Más cornadadas da el hambre”.
Cuentan las leyendas del pueblo que este lugar fue fundado por un gran matador, cuyo nombre es susurrado con reverencia en cada rincón charro de San Miguel de Allende. Ahora retirado de los ruedos, reavivando su carrera en el Lienzo Charro de la Noria del Refugio, ha encontrado una nueva pasión en la creación de un espacio donde el arte y la comida española se entrelazan en un abrazo apasionado.
El interior del Tupinamba es una explosión de colores y emociones. Paredes ocre con letras rojas como si las letras se pintaran con las lágrimas y sudores que visten las cabezas de toro enaltecidas desde la pared de los recuerdos, sillas de madera antigua que crujen con la historia que han presenciado, y mesas de barricas donde las copas de vino tintinean al compás de la música flamenca que los hermanos Ulises y Omar Ayala crean como alquimia hipnotizante. Los aromas de las papas bravas y la paella llenan el aire, seduciendo a los sentidos de quienes se aventuran en este rincón de España en el corazón de Guanajuato. La única distracción válida es subir al pequeño templete donde todas las mujeres vibramos sobre las maderas al ritmo de la música, igual sea cumbia que reggaetón flamenqueado, un estilo que únicamente de escucha en ese espacio y si no se conoce, es mejor visitar.
Las noches en El Tupinamba son un festín para los oídos y el alma. El sonido de las palmas y los tacones profesionales de las maestras bailarinas de flamenco que vienen desde Madrid con sus vestidos rojos gariboleados retumban en el suelo de madera, mientras el cante desgarrado de los cantaores envuelve a los embelesados en una atmósfera de curiosidad y alegría. El vino fluye como un río de emociones compartidas, y las palabras fluyen con la misma facilidad que las lágrimas de un torero tras una faena perfecta. Conocidos o desconocidos, no importa y si acaso, hay poca diferencia pues en realidad, jamás se termina de conocer a la gente.
Durante los días en que el tiempo se paraba mientras canté “Nel blu di pinto di blu” rodeada de aficionados, conocí un pintor neoyorquino que se inspira en la pequeña parroquia gótica para su obra. Conocí a un poeta que de día da consultas y dirige un hospital público mientras por las noches recita los más tristes versos queriendo conquistar. Encontré una periodista de San Antonio que no deja de presumir la prensa norteamericana aunque intentara no ser tan “Trumpiana”.
En El Tupinamba, estas palabras cobran vida. Aquí, las conversaciones son como versos sueltos en una novela inacabada, fragmentos de historias que se entrelazan y se pierden en el eco de las risas y los suspiros. En medio de la confusión, se encuentra la belleza, como un cuadro de Picasso que solo se revela cuando se observa desde la distancia adecuada.
Pero El Tupinamba no es solo un lugar de palabras y risas. Es un lugar de amores fugaces, de miradas robadas, de encuentros inesperados. De letras que bailan antes de la una de la madrugada, hora exacta en que los aburridos policías sanmiguelenses y los funcionarios de Fiscalización acuden puntuales a verificar los cierres o a multar despistados. En esta cueva de artistas, los corazones se abren como los capotes de los toreros, con valentía y pasión desenfrenada, aunque moleste a los que solo por tener radio y macana creen que pueden ser autoritarios.
Así que, si alguna vez te aventuras por las calles empedradas de San Miguel de Allende, busca el resplandor de las luces tenues y el eco de las guitarras. Un día con suerte, encuentran a la que firma esta columna entretenida por ahí, en el refugio artístico donde la magia de la noche se mezcla con la eternidad de las historias compartidas. En este rincón de España en tierra mexicana, hay verdadero significado de la efusión y el arte, donde todos hablan, pero nadie se entiende, y, sin embargo, todos se comprenden a la perfección. Feliz aniversario a mi rincón favorito.