Entrevista a Lázaro Azar (Campeche, 1964.). Pianista, conferencista, periodista, investigador, crítico, asesor y promotor musical mexicano. Presidente de la Unión Mexicana de Cronistas de Teatro y Música. Cronista de la Orquesta Sinfónica del Estado de México. Fue columnista de Reforma y actualmente colabora en Confabulario, suplemento de El Universal.

-Cuéntanos acerca de tus inicios en la crítica musical.

Se dio de manera natural e inesperada. Sin buscarla. Cuando viví en Mérida, de 1981 a 1984, tuve el privilegio de conocer al maestro Jorge H. Álvarez Rendón, cronista de la ciudad, quien iba de sinodal al CUM para nuestros exámenes de literatura; desde muchos años antes le conocía a través de sus escritos en el Diario de Yucatán, pues habiendo yo estudiado piano desde niño, devoraba las reseñas que hacía de los conciertos, y a raíz de aquél primer encuentro personal, empecé a saludarlo cada vez que coincidíamos en el Peón Contreras.

Cierta vez, extrañé su presencia y como al día siguiente fue a examinarnos, le pregunté por qué se había perdido aquél concierto y me dijo que le había sido imposible por los achaques de su mamá y me preguntó qué tal estuvo. No llevaba ni un minuto de narración cuando me interrumpió y me dijo “ya, ya… tu examen va a ser que me escribas la reseña. Tienes de aquí a que acabe de examinar a tus compañeros para entregármela”.

Lázaro Azar y Jorge H. Álvarez Rendón.

Afortunadamente mi apellido empieza con A y era de los primeros de la lista, así que cuando terminó la ronda de interrogatorios, ya que nos pasaban de uno por uno y eran varios salones, estaba lista su encomienda. Se la entregué y empezó a leerla, muy atento. Yo estaba aterrado, viendo el vaivén de su cabeza y cómo levantaba la ceja en algún momento, ¡quién no se aterraba ante esa imponente mole de conocimientos que era el Gordo Álvarez! Cuando terminó de leerla, me miró con mucho cariño y me dijo “mare ninio, si me descuido me quitas la chamba”. Con aquél inmerecido elogio inició un diálogo que solamente se interrumpió el año pasado, con su partida…

Las columnas más leídas de hoy

De Mérida pasé a Puebla, para estudiar la universidad; cuando terminé inicié un “sabático” que continúa hasta la fecha y me mudé a la Ciudad de México a principios de 1989, que fue cuando, muy eventualmente, empecé a publicar: había cursado Comunicaciones –que era la carrera de moda- y me anoté como reportero para entrar como prensa a los conciertos y mandaba las notas al periódico TRIBUNA de Campeche. Podría jurar que a nadie le interesaba lo que enviaba, pero siempre les estaré agradecido por aquel primer espacio.

Fue en esos primeros meses de residir en la Ciudad de México que tuve un noviecito que me dijo que debía leer a José Antonio Alcaraz: “Tienen el mismo sentido del humor, son igual de vitriólicos”, me advirtió. Yo no tenía ni idea de qué significaba vitriólico ni de que Alcaraz era el más grande crítico musical del siglo 20 mexicano. Publicaba en varios periódicos y en la revista Proceso, entonces todavía muy respetada. Desde un principio me deslumbró su dominio del lenguaje y un buen día, veo que un señor con el que habitualmente coincidía en Bellas Artes –vestido siempre de azul y seguido por un séquito de admiradores que luego supe que eran sus alumnos, asistentes y “esclavos”- estaba increpando a una persona de una manera tan grosera y a punto de agarrarlo a bastonazos que, impresionado con la escena, le pregunté a una de las acomodadoras, “¿quién es ese energúmeno?”, a lo que me respondió con un respetuosísimo susurro “Es el Maestro Alcaraz”.

¡Válgame Dios! En ese momento me quedó claro que, lo último que ahora quería, era conocerlo. Quién me iba a decir que, un par de meses después, sería él quien, ahí mismo, se acercara durante el intermedio de un concierto dominical para sentenciarme: “Óyeme tú, cucaracha, ya ví que andas como pepita en comal, espantando en los mismos lugares que yo, así que te espero mañana a comer en La Lanterna, porque o nos hacemos comadres, o nos declaramos la guerra”. El resto, es historia.

Desde aquél primer encuentro se convirtió en mi mejor amigo y, aunque nunca asistí a una clase con él, me tomó bajo su tutela y se convirtió en mi Miss. La vida ha sido generosa conmigo: sí, ya traía formación académica, pero, en la práctica, Él me formó. Entonces todavía escribíamos a máquina, no usábamos computadora y nos llamábamos no menos de media docena de veces a partir de la media noche para escuchar qué íbamos escribiendo. A más de dos décadas de su partida, sigo extrañándolo y no han sido pocas las veces que todavía me sorprendo preguntándome “cómo diría esto La Miss”.

Al poco tiempo me pidió alternar con él durante las charlas previas a los conciertos de la Sinfónica Nacional y que participáramos juntos en los programas de radio que Héctor Anaya transmitía desde la Casa Lamm, donde también dimos algunos cursos juntos. También por recomendación suya empecé a escribir notas a los programas de la Sinfónica Nacional y, buen día, a principios de septiembre de 1998, me dijo, con esa imaginación desbordada que le llevaba a ponerme un mote distinto cada vez: “Orquídea Susurrante de la Floresta camp-e-chienne, me pidieron una reseña en Reforma del estreno mundial de una obra de Federico Ibarra, y la tocan justo el día que voy a estar en Morelia dando una conferencia, pero ya le hallé solución al asunto: tú la vas a escribir”

En ese momento, Reforma era el espacio periodístico más codiciado de México, y sin buscarlo, fue donde “debuté” formalmente. Cuando llevé mi nota, la editora de la sección cultura, Dinorah Basáñez, me recibió y me dijo, “espérame en lo que leo tu colaboración”. Terminó y me preguntó si había llevado mi recibo, yo ni siquiera esperaba que me fueran a pagar, y cuando le dije que no, continuó, “perfecto, así mejor nos lo pasas a fin de mes, por todo lo que vayas a escribir. El Maestro Alcaraz escribe una vez por semana de lo que le da la gana, y yo necesito a alguien que se haga cargo de la sección de Música. Tienes carta blanca para escribir de lo que te dé la gana y nada más te digo una cosa: no porque sea ‘nota publicada, nota pagada’ te aloques a escribir de cosas intrascendentes, porque entonces me corren a mí, y detrás de mí, te vas tú”.

Ese fue mi inicio. Al mes siguiente ya estaba en Guanajuato, cubriendo el Cervantino; eran años en los que había una programación de primera y hubo días en los que llegué a mandar cinco notas… nada que ver con años recientes, que no llegué a mandar más que una o dos de todo el festival, por no hablar de que, durante el sexenio pasado sólo asistí un par de años, ya que en los otros no valió la pena siquiera el ir… y así, cumplí 24 años en REFORMA durante la pandemia.

Tengo la satisfacción de que, la primera vez que me doblaron el sueldo, fue porque querían que Gabriel Zaid colaborara en la sección y él se negó “porque era una sección que no valía la pena”, precisando, “bueno, no toda, a quien leo de ahí siempre, es a Lázaro Azar”, ¡quién me lo iba a decir! Una vez más, recibía, ahora indirectamente, un altísimo elogio de alguien a quien tanto he admirado y no he tenido el honor de conocer, de tan elusivo que es. Al poco tiempo, dejé de ser reportero, me ascendieron a la categoría de editorialista. Fue cuando surgió mi columna, a la que mi editora de aquel entonces, Silvia Isabel Gámez, me ayudó a elegirle el nombre con el que la escribo hasta la fecha: Sotto Voce, por aquello de que, además de comentar sobre Música y lo que ocurre ante los ojos del público, “se me da” ventilar muchas entretelas de las que me entero.

-¿Cuáles consideras que sean los elementos básicos de una buena crítica musical?

De entrada, la honestidad. Honestidad de hablar de lo que se sabe y, cuando no, admitirlo y no pretender adornarse con palabrería hueca. Obviamente, hay que tener conocimientos musicales, históricos, y la eterna búsqueda de poder comunicar las cosas de una manera accesible, porque, la razón de ser del crítico musical, es darles a los lectores las herramientas para entender por qué les gustó o no una obra, o por qué estuvo bien o mal tocada. Y no, esto no es algo subjetivo. Tengo muy presente la frase de mi querido Luis Herrera de la Fuente: “No hay nada más preciso que la música. Es como las matemáticas: estás afinado, o no lo estás, estás a tiempo, o no lo estás…” todo lo demás, ya es ganancia.

-¿Qué conocimientos, tanto generales como específicos, se requieren a la hora de hacer una crítica?

Creo que mis respuestas anteriores responden buena parte de esta pregunta en cuanto a cómo fue mi formación. Te decía que la vida ha sido generosa conmigo. Si en lo periodístico conté con el Maestro Alcaraz, en lo musical no pude recibir una mejor formación, que fue mucho más allá de dominar la técnica y los estilos: Nadia Stankovich me tomó bajo su tutela de tiempo completo. Llegué a la Ciudad de México en 1989 para estudiar con ella por recomendación de Bernard Flavigny, y acabamos viviendo juntos sus últimos años, que fueron los 29 años más felices de mi vida. Gracias a ella, el único concierto que se realizó en Bellas Artes el día del centenario de Brahms, fue el recital que dí, tocando sus tres Sonatas. Algo que nadie más ha vuelto a hacer. Imagínate: ella había estudiado con Sauer, discípulo de Liszt, fue niña prodigio, alternó con Godowsky –que fue el maestro de su mamá- y con Furtwängler, en Viena vivió en casa de Joseph Marx. En ella tuve un vínculo directo con ese “mundo del ayer” cuya desaparición llevó al suicidio a Stefan Zweig…

-Háblanos de la responsabilidad que conlleva el realizar una crítica objetiva.

¡Híjole! No es fácil. Recuerdo, en mis inicios, hice una crítica que, cuando la leí después, me hizo sentir culpable. No mentía, pero fui muy rudo con el intérprete. Tanto, que no volví a saber de él y eso me intranquilizaba. Años después, en una ciudad a donde había ido a dar una conferencia, aquella persona se presentó conmigo preguntándome “¿se acuerda Usted de mí y de lo que dijo de aquel concierto que di en la Sala Ponce de Bellas Artes?”. Ni modo de negarlo, la sorpresa fue que cuando empecé a ofrecerle una disculpa me interrumpió para decirme que estaba infinitamente agradecido porque le había cambiado la vida. En ese entonces, él tocaba para darle gusto a sus padres, pero no era lo suyo. Aquella zamarreada le abrió los ojos y ahora se dedicaba a algo que realmente le hace feliz y en lo que, finalmente, ha logrado el éxito y el reconocimiento que, en lo otro, nunca iba a alcanzar.

Hace unos días murió otro de mis grandes amigos y modelos de vida, Enrique Bátiz, de quien aprendí que había que ser congruente hasta las últimas consecuencias. Él tenía una frase que todo el tiempo tengo presente: “no por llamarla de otro modo, la mierda dejará de serlo”; de él aprendí que había que señalar la mediocridad sin miramientos y enaltecer la búsqueda de la excelencia, y que, aunque nadie posee verdades absolutas y uno puede cambiar de opinión con el tiempo, hay cosas que –como decía Herrera de la Fuente- son tan básicas que siempre van a estar bien o siempre van a estar mal, y eso, hay que señalarlo. Si fallas a esos principios básicos, el más afectado acabas siendo tú y tu credibilidad. Hoy todos tenemos un arma letal en las manos: el teléfono celular. Cualquiera puede grabar el evento que se esté consignando, y si porque me caes bien omito decir que estuviste de la fregada, no faltará quien suba el video a las redes y hasta ahí llegó mi credibilidad. Y lo mismo puede pasar al revés. Por ello, he perdido amigos que no entendieron que mi opinión adversa a su desempeño no era personal.

Por otro lado, en estos tiempos en que predominan la ignorancia y los ídolos de barro, los funcionarios con limitadas miras y la gente que desconoce hasta nuestro pasado inmediato, es una responsabilidad mayúscula señalar que ese “hilo negro” que pretenden vendernos lo conocemos desde antes de que se percudiera. Alguien debe decir que el emperador está desnudo y evitar que quieran darnos gato por liebre. Más aún cuando lo hacen con dinero público.

-¿Qué tan fácil o difícil es hacer crítica musical en México?

Muy difícil, porque suele caerse en el elogio gratuito, la condescendencia, la complacencia. Y cuando alguien llega a decir algo duro, muchas veces es desde la visceralidad y no desde el conocimiento. Por eso, y a riesgo de que me tachen de mamerto, cuando tengo que señalar algo malo, recurro a la precisión extrema de puntualizar “en el compás tal, el compositor escribió tal o cual cosa y aquí tocaron tal otra” para sustentar lo que digo. A ello, súmale que los medios han reducido tanto el espacio que tienen para la crítica musical que ya somos una especie en extinción. Imagínate: desde hace 23 años me eligieron presidente de la Unión Mexicana de Cronistas de Teatro y Música, y de los colegas que no han estirado la pata, muy, muy pocos se mantienen en activo.

Cuando empecé en Reforma, mis columnas solían ser de entre cinco y siete mil caracteres. Poco a poco nos fueron reduciendo y acabé en 2300. Dejé de escribir durante la pandemia porque no se me hizo ético hablar de lo que pasaba en Youtube. Durante esa veda autoimpuesta escuché cantar a las sirenas de varios medios, pero lo que me llevó a cambiarme finalmente al Confabulario de El Universal, donde estoy a punto de cumplir tres años fue que, ante la pérdida de anunciantes se recortó el número de páginas, la edición impresa disminuyó tanto que me pidieron reducir aún más mis textos…

Felizmente, en esos días me buscaron de El Universal, ofreciéndome la página completa que tengo ahora. Quien me convenció de que debía sortear la encrucijada de mantenerme fiel a mi casa de casi cinco lustros y cambiar de aparador fue mi adorada Consuelo Sáizar, a ella le debo haberme animado a dar el salto.

-¿Hasta dónde te ha llevado tu profesión?, hablo de países que hayas visitado así como personajes importantes de la música que tuviste la oportunidad de conocer.

Nunca agradeceré lo suficiente cuán generosa ha sido la vida conmigo. Amo viajar tanto como abomino hacer maletas, pero mis viajes no son en función de hacer el turismo. Yo viajo para oír música. Pianistas, de preferencia, y suelo escribir reportes de aquello a lo que asisto. Tengo la suerte de que todavía me tocaron los tiempos en que nuestras orquestas hacían giras internacionales y me invitaban a acompañarlas. Así fui con la Sinfónica de Xalapa a Alemania y los Países Bajos, con la Filarmónica de Jalisco por los Estados Unidos y con la Sinfónica de la Universidad de Guanajuato a China y Egipto. Desde 2003 soy el cronista de nuestra mejor orquesta, la Sinfónica del Estado de México, y la he acompañado en todas sus giras por Europa, Asia y Norteamérica. Por otra parte, he sido invitado en repetidas ocasiones por festivales tan importantes como el de Granada o el de Sevilla, en España; los de Cartagena y Bogotá, en Colombia; el de Toronto, en Canada o el de Stowe, en Vermont, EU.

He conocido a todos los cantantes importantes de las últimas décadas, me enorgullece recordar que a Plácido Domingo y a mí nos condecoraron en la misma ceremonia, a él por su trayectoria, y a mí por haber realizado la edición y grabación de toda la obra de Moncayo en su centenario, gracias a la experiencia que gané los diez años que trabajé en una ProDisc como productor discográfico y gerente de importaciones, pero, lo mío, es y serán siempre el piano y los pianistas; de ahí que lo que atesore sea haber tratado a muchos intérpretes que he admirado siempre. Figuras legendarias como Cyprien Katsaris, Jörg Demus y Paul Badura-Skoda fueron mis maestros, además de mi amadísima Nadia Stankovich, de quien heredé un envidiable linaje. En Mérida tuve también una maestra entrañable: Carmita Pérez. Antes de dedicarme a la crítica musical también conocí a Earl Wild, Alicia de Larrocha, Vladimir Ashkenazy, Sigi Weissenberg y Arrau. Cómo me habría gustado entrevistarlos profesionalmente, tal y como lo he hecho con Hélene Grimaud, Kun Woo Paik, Benjamin Grossvenor, Angela Hewitt, Mark Zeltser o Marc-André Hamelin, con quien acabo de estar hace unos días en el Festival Internacional de Música Clásica de Bogotá, donde he sido el único crítico internacional invitado a cubrir todas sus ediciones.

Súmale que de 2014 al 2018 estuve a cargo del Festival Pianístico Internacional “En Blanco & Negro” del Cenart a invitación de Rafael Tovar, quien me pidió rescatarlo, y como elogio en boca propia es vituperio, les invito a revisar los hechos: esos fueron sus mejores años. Fue cuando vinieron figuras del nivel de Steven Hough, Leslie Howard, Stephen Osborne, Jorge Luis Prats, Francesco Libetta, Alexei Volodin o Sarah Davies Buechner…

Volviendo a mi trabajo periodístico, gracias a él conocí y entrevisté a compositores como Pierre Boulez, Frederic Rzewski o Philip Glass, directores como Daniel Barenboim, Esa-Pekka Salonen o Rafael Frübeck de Burgos, bailarines como Nacho Duato, cineastas como Carlos Saura y Bruno Monsaingeon o críticos y escritores sobre música como David Dubal y Alex Ross… ¡entre los que me acuerdo, porque ya son muchos años en esto.

Celebrando 60 años de Philip Glass en compañía de José Antonio Alcaraz.

-¿Has pensado en escribir un libro donde relates tus experiencias como crítico musical?

No. Mis amigos han insistido mucho en que escriba mis memorias, que no deje que se pierdan tantas anécdotas tan chuscas que me han pasado, pero como les digo, si me pongo a hacerlo, me voy a perder de vivir otras tantas que podrían seguir pasándome. No, no creo tener el tiempo ni la paciencia para ello, pero como gracias a José Antonio Alcaraz tengo muy ordenado todo lo que he escrito, igual y podría animarme a hacer una compilación con aquellos artículos que, de alguna manera, retratan mejor el momento en el que se gestaron… así como alguno que otro texto inédito que tengo por ahí.

-¿Qué le aconsejarías a las futuras generaciones de profesionales que quieran incursionar en la crítica musical?

Que estudien, que se preparen, que lean y escuchen mucho. Todo lo que puedan y todas las versiones posibles de aquello sobre lo cual van a escribir. Nada de una o dos. Mientras más amplios sean sus referentes, mejor. Durante la pandemia tuve el tiempo –y la ociosidad- de enumerar que, hasta ese momento, tenía más de 40 integrales de las 32 Sonatas de Beethoven –y más de 60, nada más de la Hammerklavier-, 53 versiones de la Kreisleriana de Schumann, 57 de los 24 Preludios de Chopin o más de 200 de la Sonata de Liszt…

Les pediría que sean lo más coloquiales posibles. Sí, hay ocasiones que no queda de otra que recurrir a un tecnicismo, pero se trata de acercar al lector, no de corretearlo, y lo más importante, que sean honestos a la hora de plasmar su sentir. No por querer quedar bien con alguien, traicionen la impresión que les dejó su desempeño. Recuerden que, con la única persona que se van a ir a la cama hasta el día de su muerte, es con Ustedes mismos… y, sobre todo, tengan presente el consejo que me dio José Antonio Alcaraz: si de verdad quieren dedicarse a la crítica musical y la ejercen con honestidad y sensatez, jamás, ¡jamás, les van a dar la banda de Señorita Simpatía!