Hay una diferencia esencial entre la cocaína y el fentanilo. La primera corrompe estructuras; el segundo las destruye. La cocaína financió guerras, campañas políticas y silencios institucionales. El fentanilo, en cambio, está devorando comunidades enteras. Su potencia es tal, que no solo mata usuarios: pulveriza sistemas de salud, arrastra policías y desnuda la impotencia del Estado moderno.

Los mapas más recientes sobre las rutas del narcotráfico, publicados por medios internacionales y contrastados con fuentes de inteligencia, confirman que el tránsito de drogas hacia Estados Unidos se bifurca en dos grandes arterias: la marítima por el Caribe y el Pacífico, y la terrestre, que cruza Centroamérica y México. Pero mientras los decomisos de cocaína mantienen una tendencia relativamente estable, el flujo de fentanilo y sus precursores crece de manera exponencial.

La cocaína ha sido, históricamente, una mercancía criminal controlable. Su cadena de producción es visible, requiere espacios físicos y actores definidos. El fentanilo no. Es invisible, sintético, fragmentario y global. Basta un contenedor de precursores químicos y un laboratorio clandestino en territorio mexicano para producir millones de dosis letales.

Y aquí radica el punto de inflexión: si Estados Unidos, bajo el gobierno de Donald Trump, ha sido capaz de desplegar poder militar en el Caribe para contener la cocaína (una droga más costosa, menos letal y relativamente controlada), ¿qué hará frente al fentanilo, que mata a más de 100 mil estadounidenses al año?

La respuesta es predecible: presión y coerción. Trump no negociará diagnósticos ni tolerará ambigüedades. Ya se observa un endurecimiento de las políticas de interdicción, la expansión de sanciones financieras, la cancelación de visados y la amenaza de catalogar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas internacionales. Es una estrategia que combina diplomacia coercitiva, control financiero y, eventualmente, operaciones encubiertas en territorio mexicano.

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Para México, el riesgo no es solo de reputación o soberanía: es estructural. Si no recupera el control territorial y político frente al narcotráfico, otros lo harán por él. La connivencia entre crimen organizado y estructuras gubernamentales, en otras palabras: los llamados narco-políticos, será el flanco que legitime cualquier medida unilateral de Washington.

Por ello, la prioridad no puede ser la retórica, sino la capacidad. México debe desmontar laboratorios, controlar los precursores químicos, depurar fiscalías y crear un mando civil de seguridad nacional con contrapesos efectivos. También debe coordinar con Estados Unidos desde la reciprocidad, no desde la subordinación.