Durante más de una década, Jorge Mario Bergoglio condujo a la iglesia católica por una senda incómoda para las élites vaticanas. Su pontificado, que finalizó con su muerte a los 88 años, trastocó los cimientos de una institución anquilosada, alejada de los márgenes sociales y atrapada en sus propias sombras.

Desde su primer “buenas tardes” como obispo de Roma, Francisco eligió una narrativa distinta. Se desmarcó de los títulos altisonantes y las formas palaciegas. Habló de misericordia, no de condena. Caminó hacia los excluidos, no hacia los poderosos. Fue el primer papa jesuita y no europeo, y eso, en una estructura históricamente eurocéntrica, no fue sólo simbólico.

No lideró desde el trono, sino desde los márgenes. En lugar de residir en los aposentos pontificios, eligió la Casa Santa Marta, una residencia modesta que compartía con sacerdotes de paso. Fue coherente en la forma y en el fondo.

Asumió el pontificado en un momento complejo, tras la renuncia de Benedicto XVI, lo que propició una convivencia inédita entre dos papas. Esa dualidad expuso las fisuras internas del Vaticano: una iglesia dividida entre la renovación evangélica y la resistencia doctrinal.

El nombre de Francisco no fue azaroso. Lo eligió tras escuchar a un cardenal brasileño que le recordó: “acuérdate de los pobres”. Esa frase se volvió programa de gobierno. Desde entonces, repitió con firmeza su visión: una iglesia pobre para los pobres.

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Impulsó reformas estructurales que incomodaron a muchos. Cambió la Constitución vaticana con la Praedicate Evangelium, redujo privilegios a cardenales, reordenó las finanzas y creó nuevos ministerios. Con ello, tocó intereses enquistados en la Curia romana.

El papa argentino también confrontó la mayor mancha de la iglesia contemporánea: los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. Escuchó a víctimas, impulsó protocolos, pero también dejó pendientes. La magnitud del daño exigía una purga más profunda que, tal vez, su sucesor deba completar.

Francisco redefinió el lenguaje eclesial. Habló de periferias existenciales, de acogida a la diversidad sexual, de misericordia frente al dogma. Permitió la bendición de parejas homosexuales y reconoció la dignidad de los divorciados vueltos a casar. Estas decisiones generaron fisuras visibles con el ala ultraconservadora.

Los sectores más reaccionarios no ocultaron su repudio. Algunos cardenales expresaron públicamente sus “dubia” (dudas) sobre sus escritos. Incluso circularon memorandos anónimos —luego atribuidos al cardenal George Pell— que calificaban su pontificado de “catastrófico”.

Pero Francisco siguió adelante. Visitó países sin peso geopolítico, habló en nombre de migrantes, denunció la explotación ambiental y firmó la encíclica Laudato si, una defensa urgente del planeta y de la fraternidad humana.

Fue, sin duda, el papa de las víctimas. No sólo de los abusos sexuales, sino de los olvidados del sistema: migrantes, pobres, indígenas, comunidades LGBTQ+, mujeres excluidas del poder clerical.

En sus últimos años, levantó la voz por Palestina, cuestionó con firmeza la ofensiva israelí y se preguntó si no se trataba de un genocidio. Esa postura, incómoda para muchos, mostró su compromiso con la verdad aunque le costara prestigio diplomático.

Intentó mediar en la guerra de Ucrania, apeló a la fraternidad entre pueblos, pero el peso de la historia fue más fuerte que su diplomacia. Aun así, su legado no se mide por resultados inmediatos, sino por el rumbo que imprimió.

Francisco incomodó a los poderosos y dio voz a los marginados. Como todo líder transformador, será juzgado con dureza. Pero su paso por el Vaticano dejó una pregunta insoslayable para la iglesia del futuro: ¿seguirá construyéndose desde la cúspide o comenzará a escuchar desde la base?

X: @JoseVictor_Rdz | Premio Nacional de Derechos Humanos 2017