En el verano de 2016, llegué a Praga, proveniente de Bruselas. Los agentes migratorios al ver mi pasaporte y mi porte mexicano, se intercambiaron miradas; amablemente me pidieron que abriera mi maleta, la cual revisaron meticulosamente y comenzaron a hacerme una larga lista de preguntas. La razón fue obvia, revisaban a detalle a los mexicanos que ingresaran a Praga. Después me contaron cómo los cárteles mexicanos poco a poco desplazaban a los rusos y árabes.

Uno de mis ahijados, mochila al hombro y pocos euros en la cartera, fue a Holanda y Alemania para las fiestas navideñas. En la calle un sujeto le preguntó su nacionalidad. Al responderle que era mexicano, el tipo le dijo “narcos”, “Chapo…ok”.

Cada día es más común que la cara de México en ciudades europeas y de otras partes del mundo sea la violencia, el narco, los narcotraficantes. Era de esperarse una imagen así, porque en los sitios de turismo europeo, como la Riviera Maya, los ajusticiamientos entre criminales se han vuelto cotidianos. ¿Por qué extrañarnos de esta situación, si los carteles mexicanos han desplazado a los colombianos y afganos en el viejo continente? ¿De qué sorprendernos, si en las redes sociales, las series, la música y las películas de los últimos años se han dedicado a hacer apología del narco?

El lenguaje del narco es la violencia y su estrategia, el terror. Los medios y los mensajes se han diversificado y complejizado. Podría decirse que los narcotraficantes tienen un plan de comunicación y cuentan con promotores que pueden o no estar en su nómina.

A las típicas balaceras de los años ochenta y noventa, siguieron las acciones para causar miedo como los decapitados, los colgados en puentes, los pozoles de ácido, los toques de queda, la leva, los levantados y ahora, los cuerpos abandonados en las plazas principales de ciudades, como ocurrió recientemente en Zacatecas.

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Los cárteles marcan territorio y se comunican con pintas en bardas, narcomantas, videos en internet. También sucumben al encanto de las redes, más de uno exhibe su poder en Facebook o Instagram. El narco tiene su propia moda, que ha permeado en la sociedad. Ropa de marca, gorras, sombreros, botas, autos de lujo, joyas, armas y mujeres: las “buchonas”, busto prominente, breve cintura, uñas de gel, pelo planchado y largas pestañas.

Están sus promotores: las narco series, que idealizan la vida de criminales y miserables. ¿Qué loable, valiente o heroico hay en la vida de El Chapo, de Caro Quintero, de El Mencho o de El Azul, para convertirlos en personajes de leyenda?

Están los narco-corridos, con intérpretes como Gerardo Ortiz y Natanael Cano, canciones hechas a la medida del pago o del personaje. Le siguen los narco raperos y narco reggetoneros, con penetración entre los jóvenes y adolescentes. Todos ellos mascotas castradas, controladas por el mercado y al servicio, voluntaria o involuntariamente, de la comunicación del narco.

En México, los pobres son los que padecen con mayor fuerza la violencia del narco. Todos esos delincuentes a los que les dedican series y corridos, son unos cobardes, que se ceban en los más necesitados del país. El pueblo fantasma de Sarabia, en el estado de Zacatecas, es la cruda realidad, no las versiones que aparecen en las historias noveladas de los delincuentes.

La idea del Narco-Estado fue superada por la de Narco-Cultura o la Narco-Sociedad. Si no hacemos algo para detener esta situación, esta será nuestra triste carta de presentación en el mundo.

Eso pienso yo, ¿usted qué opina?

Onel Ortiz Fragoso en Twitter: @onelortiz