La decisión del Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU de activar el procedimiento previsto en el artículo 34 de la Convención Internacional ha colocado a México en una de sus peores posiciones diplomáticas de las últimas décadas. La sospecha ya no gira en torno a casos aislados, sino sobre la posibilidad de una práctica sistemática de desaparición.
Desde Ginebra, el comité informó que existen indicios bien fundados para considerar que en México la desaparición forzada podría estarse cometiendo de forma generalizada o sistemática. No se trata de una denuncia menor. Es el paso previo a una eventual intervención de la Asamblea General de las Naciones Unidas.
La gravedad del procedimiento no es sólo jurídica. Es política, institucional y ética. Porque obliga a preguntarse cómo llegó el Estado mexicano a ser observado por la ONU en los mismos términos que otros países señalados por crímenes de lesa humanidad. Porque recuerda que la desaparición forzada no es una anécdota del pasado, sino una tragedia del presente.
El comité, órgano colegiado e independiente, tomó esta decisión por consenso, tras analizar múltiples fuentes: denuncias individuales, acciones urgentes, informes oficiales, y los resultados de su visita al país en 2021. La imagen que encontró no fue alentadora: instituciones colapsadas, justicia ausente y víctimas abandonadas.
El artículo 2 de la convención define la desaparición forzada como un acto en el que el Estado, por acción u omisión, niega el paradero de una persona detenida ilegalmente, colocándola fuera de toda protección jurídica. No importa si el autor directo es un agente, un grupo armado o un criminal: si hay aquiescencia del Estado, hay responsabilidad.
El comité lo aclara de manera inequívoca: la responsabilidad alcanza también a grupos paramilitares, redes criminales o cualquier otra estructura informal que opere con autorización, apoyo o tolerancia del poder público. México ha negado históricamente esta conexión desde muchos sexenios atrás. Hoy ya no basta con negarla.
Los números son elocuentes. Más de 110 mil personas desaparecidas en el país. Registros desactualizados. Fiscalías sin recursos. Familias que han hecho de la búsqueda una forma de resistencia. Y, en contraste, autoridades que con frecuencia evaden, silencian o encubren la magnitud del fenómeno. Quizá, el ejemplo más emblemático es el caso de los 43 alumnos desaparecidos, hasta este jueves, de la Normal Rural Isidro Burgos, un centro de formación de docentes ubicado en Ayotzinapa, Tixla, Guerrero, en septiembre de 2014.
La apertura al escrutinio internacional, reconocida por el comité, no exime al Estado mexicano de sus obligaciones. Ser receptivo no es suficiente. El reconocimiento formal de la gravedad estructural del problema sigue pendiente. Y con él, la voluntad real de revertirlo.
El artículo 5 de la Convención es tajante: la desaparición forzada, cuando se comete de forma generalizada o sistemática, constituye un crimen de lesa humanidad. Bajo esta premisa, la sospecha planteada por el comité adquiere una dimensión internacional y permanente. No prescribe. No se olvida.
Además, México es parte del Estatuto de Roma. Esto implica que, si se confirma la sistematicidad, los responsables podrían enfrentar procesos internacionales. La Corte Penal Internacional ya ha intervenido en otros países por hechos similares. La impunidad no está garantizada.
La ambigüedad del Estado frente al fenómeno de la desaparición alimenta la desconfianza. Cuando la verdad no se dice, la sospecha crece. Cuando la justicia no llega, la memoria se convierte en resistencia. Las familias organizadas han dado pruebas de ello durante años.
El discurso oficial, que suele oscilar entre el negacionismo y la autocomplacencia, se enfrenta hoy con una realidad que ha sido documentada, denunciada y analizada por órganos internacionales. Ya no se puede alegar ignorancia ni confusión.
La activación del artículo 34 no es una condena automática. Es una advertencia. Pero también una oportunidad. El comité ha dejado claro que su intención no es castigar, sino cooperar para erradicar las prácticas que violan la convención internacional. Dependerá del Estado mexicano responder con seriedad.
La obligación ahora es doble: aclarar el fondo de las denuncias y demostrar que las instituciones están dispuestas a hacer justicia. No basta con crear comisiones ni promulgar leyes. Lo urgente es que haya resultados, responsables procesados y verdad para las víctimas.
La comunidad internacional observa con atención. Y las víctimas, que llevan años reclamando justicia, merecen algo más que declaraciones diplomáticas. Merecen un Estado que asuma su papel y se comprometa a garantizar el derecho a no desaparecer.
En un país que ha tolerado la impunidad como norma, la observación de la ONU podría ser un golpe de realidad que empuje a las instituciones a cumplir su deber. No con simulaciones, sino con acciones concretas. No con disculpas, sino con resultados verificables.
La decisión del comité es histórica. Y su efecto dependerá de la voluntad política del Estado mexicano. Porque cada día que pasa sin justicia es una victoria más para la impunidad. Y una derrota para los derechos humanos.
X: @JoseVictor_Rdz | Premio Nacional de Derechos Humanos 2017