El 27 de febrero de 1933 el edificio del Reichstag alemán (Congreso) sufrió un grave incendio, desconociéndose quién o quiénes había sido autores de tal piromanía. En función del contexto que rodeó al hecho, muchos supusieron la autoría de los nazis, pues se presentaban como la fuerza con más capacidad organizativa y movilizadora; otra versión deslizaba la culpabilidad en la persona de un joven comunista de nacionalidad holandesa, pero la intencionalidad de involucrar a los comunistas no rindió frutos, de modo que los sospechosos fueron declarados libres, lo que generó un antecedente que después Hitler tomó para impulsar medidas que modificaron la composición del poder judicial.
Pero a más de lo anterior, el hecho tuvo gran relevancia por servir de fundamento a la solicitud que Hitler, en su calidad de canciller, presentaría para que el presidente Hindenburg firmara el decreto que suspendiera las garantías de libertad, lo que le otorgaba a Hitler condiciones del ejercicio de gobierno excepcionales para obtener los mejores resultados en las elecciones que se habrían de practicar en marzo de aquel año, pues sumaban nuevas atribuciones a las ventajas que ya tenía en la propia cancillería.
En efecto, fue evidente la existencia de un clima político que favorecía a los nazistas merced al liderazgo de Hitler y de las prerrogativas de que él mismo disponía a través del aparato de gobierno: se reportaron muertes en la campaña electoral y de una purga que se hizo a integrantes del ejército encaminadas a despejarle el panorama al canciller, quien, además, pudo hacerse del control de redes de radio difusión dominadas por el gobierno, y servirse de las redadas policiales para intimidar a la oposición. Se presumía que bajo esas condiciones los nazistas obtendrían la mayoría en el Reichstag, lo que fue una condición para el nombramiento de Hitler como canciller.
Los comicios dieron al Partido Nazi el 43,9 de los votos, y alcanzó la mayoría requerida gracias a su coalición con los nacionalistas; a partir de esa sólida base se desplegó, incontenible, la fuerza del nazismo a través de acciones de gobierno, iniciativas legislativas que ya no podían ser frenadas y que de por sí, pocas resistencias enfrentaban.
Hitler guardaba un gran resentimiento al Tribunal Supremo cuando éste se opuso a condenar a los acusados por el incendio del Reichstag, de modo que se nombró un nuevo tribunal para juzgar los delitos políticos (Sondergericht) compuesto por tres jueces, y el abogado defensor debía ser aprobado por el departamento legal del Partido Nazi.
En esa misma línea, el tribunal del pueblo (Volksgerichtshof) quedaba integrado por siete jueces, cinco de los cuales formaban parte de los nazis. Se trataba de un armaje que daba el control del poder judicial al gobierno y a su partido, de tal manera de integrarse al dominio y culto a la figura del fürer; puede decirse que las medidas adoptadas respecto de la integración y composición del poder judicial no dejaron lugar a duda, pues formaron parte de una arquitectura del régimen político que asentaba el dominio autoritario, muy a pesar de que, en la forma, la Constitución de Weimar seguía vigente y, con ella, la pretensión de que su legitimidad cubriera al gobierno.
Todo indica que por inspiración o determinación para internalizar experiencias autoritarias que han tenido lugar en la historia, se tomó la decisión de que el gobierno mexicano observara un camino paralelo al que vivó Alemania en la etapa previa a la Segunda Guerra Mundial, encaminada a destruir frenos, contrapesos y equilibrios hacia el desplante y despliegue pleno del presidencialismo.
De forma parecida a lo que sucediera con los germanos, parece suficientemente acreditado que había cuentas pendientes por cobrar ante decisiones judiciales que no se alinearon a los intereses y determinación del gobierno; ello, ante la resistencia de la Suprema Corte de pronunciarse a favor de las decisiones del gobierno cuando se le plantearon juicios o controversias constitucionales. La respuesta fue la de modificar la integración del órgano judicial y garantizar una composición que asegurara los intereses del gobierno mexicano.
La reforma del poder judicial en México tiene claramente una impronta de alineamiento al gobierno, de modo de romper la autonomía que aquél dispuso y, de hacerlo, con la renovación de la plantilla total de jueces magistrados y ministros, así como del poderío de su órgano de disciplina para, en su caso, establecer las correcciones necesarias a la actuación de los juzgadores.
Formando así parte de un escudo ideológico para pretender dotar de un cariz democrático a la decisión, sin importar que ésta sea prácticamente inédita en el mundo y de que, el propio constituyente de 1917, la haya desechado al pronunciarse sobre el tema y tomar la referencia de lo que ocurre en algunos estados de la Unión Americana.
La medida de la elección popular de juzgadores forma parte de un diseño para fortalecer el proyecto autoritario del gobierno, de modo que el ejecutivo impere sobre los otros poderes y así garantizar un dominio incontrastable. La importancia estratégica de esa medida es tal que se pasa por alto evidentes insuficiencias que ha vivido todo el proceso electivo, iniciando por la calificación del cuerpo de juzgadores para integrar las listas que se presentan en las boletas correspondientes, así como de la complejidad del acto de votación, del propio conteo electoral y del uso que se dé a las boletas que no se emitan.
Una vez que el gobierno tomó la determinación de modificar la integración del poder judicial con la reforma que presentó, ha reiterado su voluntad de no detenerse en su propósito de la elección popular de las y los juzgadores, señal que es asumida por sus incondicionales como una voluntad movilizadora y de disciplina para garantizar el flujo de votantes y de votos en la dirección que más le conviene a sus intereses.
La respuesta digna a este despliegue autoritario y de clara remembranza fascista debe ser no votar.