Escribo estas líneas hoy, Día del Padre, apelando a una paradoja que, creo, resulta útil para reflexionar en torno a nuestro país. Para salir del laberinto de la soledad, con las palabras perfectas de Octavio Paz, siempre hay que entender que existe un padre y una madre. Toda identidad, incluso la nacional, es hija de ambos. Hoy, sin embargo, no lo abordaré desde nuestras raíces más profundas, sino desde un ángulo político.

El concepto de ‘Padre de la Patria’ es bien conocido y se remonta a los manantiales históricos de la mexicanidad. Pero si tuviéramos que hablar de quién es el padre de este México actual, por anacrónico que parezca en tiempos en los que se combate al patriarcado, hablar de una paternidad nos permite, justo hoy, esbozar la siguiente imagen.

Vivimos tiempos de regresión. El oficialismo se ha empeñado en restaurar un sistema de partido hegemónico. El régimen actual, obra del expresidente Andrés Manuel López Obrador, como todo, tiene un árbol genealógico. Un linaje que se remonta a las figuras paternales políticas e ideológicas del propietario del movimiento, de quien se encargó en encarnarlo, que es Andrés Manuel.

Se ha intentado muchas veces incrustar a López Obrador en la galería de los libertadores. Sus entusiastas, siempre pródigos en delirios, lo han querido hijo de Bolívar o de Martí o de Sandino o del Che o de Fidel. Hay incluso quien, en pleno arrebato místico, lo acomoda dentro de los grandes emancipadores de América Latina. Patraña. Andrés Manuel no es hijo de los libertadores del siglo XIX ni de los revolucionarios del siglo XX. Su linaje es otro. Muy mexicano. Muy nuestro. Y muy oscuro.

Tampoco resiste comparación con sus contemporáneos inmediatos. Ni con Chávez ni con Lula ni con Evo Morales.

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A diferencia de Chávez, jamás contó con el golpe de suerte del petróleo disparado. Pero incluso si lo hubiera tenido, le habría faltado lo otro. Ni el carisma ni la astucia que, con todos sus demonios, tuvo el venezolano. Chávez sabía seducir, sabía mandar, sabía hablar. López Obrador siempre fue otra cosa. Más torpe, más rústico, más obtuso.

Compararlo con Lula es todavía más absurdo. Lula entendió desde el primer minuto el mundo donde vivía. Construyó política exterior. Tejió diplomacia comercial. Aprovechó lo que le dejaron sus antecesores, profundizó Petrobras, ocupó espacios multilaterales. López Obrador jamás tuvo ni la más remota visión geopolítica. Su política exterior fue de parroquia. Ni arquitectura internacional ni integración real. Y en lo energético, mientras otros diversificaban, él se aferró a la nostalgia petrolera de los años setenta. A las refinerías ruinosas. Al petróleo como reliquia de altar. Un retrógrada puro.

Evo Morales, incluso con sus excesos, supo montar sobre las inercias bolivianas. Conservó lo que servía de los gobiernos anteriores. Estabilizó finanzas. Usó al Estado para proyectarse sin desmontar la estructura que le daba viabilidad. López Obrador hizo exactamente lo contrario. Canceló. Destruyó. Saboteó proyectos que habrían beneficiado incluso a su propio gobierno. Quemó los barcos antes de desembarcar.

El verdadero árbol genealógico de Andrés Manuel no está en Caracas ni en La Paz ni en Brasilia. Está aquí. En México. Su sangre política viene de tres espectros nacionales. Santa Anna. Victoriano Huerta. Luis Echeverría.

A Santa Anna le debe el desprecio absoluto por la institucionalidad. La idea de que el poder es personal. Patrimonial. Caprichoso. Hoy centralista mañana federalista según convenga al capataz de turno. Cambiar constituciones como quien cambia de calcetines. La patria como botín. El poder como propiedad. Santa Anna fue el gran maestro del yo o el caos.

A Victoriano Huerta le debe la pulsión militarista disfrazada de civilidad. La tentación permanente de asfixiar instituciones cuando resultan incómodas al proyecto personalísimo. Huerta funde al Estado con el hombre. Todo es fuerza. Todo es imposición. Todo es avasallamiento. La ley estorba. El contrapeso molesta. Fraudes. Exilios. Silencios. Los métodos de siempre.

A Luis Echeverría le debe el populismo paternalista. El estatismo desbordado. La retórica revolucionaria hueca. Los programas clientelares multiplicados como plaga electoral. La represión selectiva a los disidentes verdaderos. Los gestos mesiánicos. La idea grotesca de ser el único intérprete del pueblo. Echeverría fue el ensayo general de la fórmula. Repartir con una mano. Aplastar con la otra.

Por eso hoy en este Día del Padre si uno tuviera que dibujar su caricatura política lo vería así como es. El niño que extiende la mano hacia sus verdaderos padres ideológicos mientras los saluda desde el inframundo político del que proviene. Ahí están sus progenitores. Ni Bolívar ni Martí ni Sandino. Ni el Che ni Fidel ni Lula ni Evo. Los suyos son otros. Los de casa. Los de siempre.

Y justamente en esa paradoja que mencionaba al inicio es donde surge la posibilidad de pensar en el contrapeso natural. Si el régimen tuvo padres ideológicos, la salida requiere de su complemento. Porque todo padre político necesita su madre política.

Si acaso queremos salir de este laberinto más pequeño y menos complejo, pero igual de peligroso, será la figura femenina quien pueda ofrecer un camino de superación. La madre, como antítesis de los vicios de esta paternidad autoritaria, bien puede encarnarse hoy en la figura de la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo. Desde esa maternidad simbólica debería desterrar la pulsión autoritaria, y en su lugar, hacer del poder un instrumento de democracia y libertad.

Solo que para que esa emancipación se materialice plenamente debe también liberarse del yugo falocrático del propietario del régimen. La paradoja es profunda. La antítesis femenina no implica la negación absoluta de la identidad política heredada, sino su superación.

La imagen paterna del tabasqueño puede permanecer como símbolo, como referente histórico, pero nunca más como rector ni como control ni como sujeción. Debe existir sin culto, sin pleitesía, sin obediencia. La antítesis de la madre confronta, contrasta y libera al país de la vena autoritaria. Y así, como en toda dialéctica, permite alcanzar la síntesis: un Estado de derecho sólido y una democracia suficiente en sí misma.

Ese es el verdadero desafío. Ese sería, por fin, el camino.