Algunos piensan que existe un manual. Una especie de recetario infame que enseñaría a construir el culto, a manipular las masas, a gobernar desde la paranoia y el resentimiento.

Pero no. No es un conocimiento aprendido. Es instintivo. Primario. No es un atributo del intelecto, sino del estómago. Es visceral. Si acaso, pertenece al dominio de la fantasía, de la alucinación.

Ningún ser humano que honestamente crea encarnar a un pueblo puede ser frío o calculador. Son delirios, sí, pero no los del cínico, sino los del iluminado. Los del poseído. Los del que se cree elegido.

Por eso representan un peligro feroz.

No son simples gobernantes: son fuegos fatuos alimentados por su propia megalomanía.

Las columnas más leídas de hoy

Una locura grotesca. Una demencia espectacular. Un carnaval macabro de personalidades deformadas que, aun envueltas en su propia grandilocuencia, consiguen hipnotizar a multitudes.

Y aunque jamás logran ser, en esencia, más que el espejo de una minoría de cretinos que sucumben al encanto de su estulticia, sí logran cristalizar —y eso es lo peligroso— una vorágine de imbecilidad destructiva.

Una fuerza irracional que arrasa la inteligencia, desintegra la sensatez, pulveriza los límites de la razón.

Tienen en jaque a la paz. Hostigan a las democracias. Asfixian las libertades.

Avanzan como una plaga corrosiva. Corrompen instituciones. Secuestran los discursos. Degeneran el debate público hasta convertirlo en un lodazal de consignas primitivas.

Y mientras lo hacen, desatan el odio, el miedo, la sospecha. Dividen. Enfrentan. Envenenan el tejido social con dosis diarias de resentimiento.

El daño es atroz. Y es global.

¿Qué hicimos para merecer semejante proliferación de tiranos?

¿Por qué hoy, en pleno siglo XXI, parecen multiplicarse los déspotas como si hubiéramos regresado a las cavernas políticas de los siglos oscuros?

¿Qué grieta de nuestra civilización abrió la puerta para este desfile grotesco de canallas con ínfulas de salvadores?

No lo sé.

Pero ahí están.

Y siguen llegando.