Una de las virtudes de la democracia es trasladar la incertidumbre al resultado electoral. La alternancia es una expresión natural del sistema, indeseable para quienes gobiernan, pero inevitable. Ganar o perder inherente a la vida democrática. Para el PRI, el desenlace de la elección presidencial de 2000 fue traumático, pero no menos la derrota de 1989, cuando Luis Donaldo Colosio anunció que el PAN, con Ernesto Ruffo, vencía al PRI y a su candidata Margarita Ortega, en BC. Aquella primera derrota en una elección de gobernador fue preludio de la alternancia.
En una democracia los partidos son proyectos precarios en su estancia en el poder. Pueden estar largo tiempo en el gobierno, pero inevitable enfrentarán la derrota. Algunos desaparecen porque su fuerza no radica en su representación social, sino en el control del aparato gubernamental. Como señalara Colosio el 6 de marzo de 1994, sólo los partidos autoritarios invocan la historia como razón de existencia en el gobierno; allí se está por el voto y el sufragio ciudadano no tiene dueño ni destino unívoco.
Hace dos décadas, el Journal of Democracy introdujo el concepto de “autoritarismo competitivo”, que describe regímenes donde existen instituciones democráticas, pero su funcionamiento está distorsionado por el abuso del poder. La competencia es real, pero injusta, marcada por la intervención de autoridades que limitan las libertades y propician ventajas para los gobernantes, su partido y candidatos.
El autoritarismo genera dos efectos perniciosos: primero, confunde al gobierno y a la administración pública con el régimen político; segundo, convierte la pluralidad y las libertades en amenazas. Para estos regímenes, la crítica y la disidencia son vistas como expresiones de la oposición y, por tanto, como enemigos.
Este ha sido el curso del obradorismo en el poder. Se descalifica y desacredita a víctimas de violencia, padres de niños con cáncer que exigen medicamentos y a feministas que denuncian la creciente violencia de género y los feminicidios, mientras que los medios, periodistas y analistas independientes enfrentan insultos y calumnias. Un gobierno incapaz de aceptar el escrutinio social, tarea esencial de la democracia.
Llama la atención que el Papa León XIV se refiera al derecho de la información para que los pueblos puedan tomar decisiones libres. Sus palabras no tienen desperdicio: “la comunicación, en efecto, no es solo transmisión de información, sino creación de una cultura, de entornos humanos y digitales que se conviertan en espacios de diálogo y confrontación”. En otra parte agrega: “Una comunicación desarmada y desarmante nos permite compartir una visión diferente del mundo y actuar de forma coherente con nuestra dignidad humana”. Qué se puede decir frente al discurso de odio que separa y divide, que polariza y niega una auténtica deliberación, particularmente cuando proviene de la más elevada oficina pública.
La mayor traición a la democracia no es del expresidente López Obrador o de su sucesora, sino de los factores que deberían moderar al poder: la sociedad, las empresas y los medios de comunicación. Muy alentador que el Papa en sus primeros mensajes pondere el valor de la comunicación, la deliberación y el debate público. Lamentablemente, los medios propician que la propaganda se imponga y que la información circule según las líneas oficiales; mientras, las voces críticas, aunque presentes, tienen un impacto limitado en la opinión pública.
Inicialmente, la demonización no alcanzó a la oposición formal. Sin embargo, tras las elecciones intermedias, la confrontación se intensificó. El propio presidente y, ahora, la presidenta Sheinbaum han asumido una postura intransigente contra la ya reducida y en crisis oposición. El miedo al que diciente se refleja en una retórica agresiva, hostil y en un discurso sin matices.
El episodio reciente con el expresidente Zedillo refleja este temor. La respuesta oficial no aborda el contenido de sus críticas, sino al mensajero. La furia y el exceso son proporcionales al miedo, un miedo que tiene como referencia la verdad: la simulación de la elección popular de jueces y sus perniciosos efectos en la república, la falta de transparencia en las obras públicas y la ausencia de rendición de cuentas.
El llamado a la unidad es otra expresión del miedo. No se invoca para enfrentar amenazas reales como el crimen organizado o las comprometedoras tensiones con Estados Unidos, sino para proteger al régimen. En el contexto de un poder que ve enemigos en cada crítica, la unidad es recurso para defender al régimen, no al país.