Hace no mucho tiempo me auto-organicé un ciclo de las películas mexicanas de Luis Buñuel. Películas que, de acuerdo a comentaristas de las mismas y las consideraciones del propio cineasta, son de irregular nivel en cuanto a su calidad artística. Recién leí parte de sus memorias (Mi último suspiro; 1982) y escribí un primer texto al respecto porque me sorprendió gratamente su visión sobre su país adoptivo “Luis Buñuel I; su diagnóstico político de México” ; aquí va la segunda parte.
Buñuel se convirtió en ciudadano mexicano en 1949 de manera fortuita, pues se sentía poco atraído en general por América Latina al grado de expresar a sus amigos, “Si desaparezco, buscadme en cualquier parte, menos allí”. No obstante, vivió y trabajó muchos años de su vida en México, realizó como mexicanas algunas de sus películas más reconocidas, tuvo una perspectiva crítica del país pero también aprecio y afecto; finalmente, ahí terminaría sus días terrenales.
Gracias al productor ruso Óscar Dacingers (1902-1976; sería productor de un buen número de filmes del cineasta español), quien le propuso hacer una película, Buñuel, que estaba a punto de obtener la ciudadanía estadounidense, entró en contacto con el escritor Fernando Benítez y a través de este con Héctor Pérez Martínez, secretario de Gobernación del gobierno de Miguel Alemán, que le ofreció la residencia a él y su familia que se encontraba en Los Ángeles; así sucedió.
Entre Gran Casino (1947) y Simón del desierto (1964), transcurren veinte películas mexicanas de Buñuel. Entre la primera y Los olvidados (1950), dirigió una que el cineasta no creyó del menor interés, El gran calavera (1949); quizá porque carecía de los habituales elementos experimentales, “surrealistas”, que tanto le interesaban. Pero es divertidísima –con Fernando y Andrés Soler como protagonistas- y, contrario a su primera película mexicana –con Jorge Negrete y Libertad Lamarque como gancho de taquilla-, tuvo mucho éxito, lo que le valió la oportunidad de filmar la cinta que triunfaría en el Festival de Cannes en 1951. Y así transcurrirían los filmes de Buñuel en México –siempre acompañado por la fama de La edad de oro y Un perro andaluz-, entre los hechos por encargo, por “ganarse la vida”, y los proyectos en verdad artísticos. Pero incluso dentro de los primeros, a más de ser técnicamente bien trabajados, siempre buscó algún rasgo distintivo; interesante sería rastrearlos en ese tipo de película que hacía no por otra cosa sino por el dinero.
La guerra civil española produjo la llegada a México de escritores y artistas que contribuyeron de manera importante a la vida cultural y artística del país; tierra generosa para el exiliado. Buñuel es una de las muestras más acendradas de ello. El cineasta hace un balance al momento del corte de sus memorias:
“Entre 1946 y 1964, desde Gran Casino hasta Simón del desierto, he rodado en México veinte películas (sobre un total de 32). A excepción de Robinson Crusoe y de The Young One…, todas estas películas han sido rodadas en lengua española y con actores y técnicos mexicanos. El tiempo de rodaje varió entre 18 y 24 días —lo cual es sumamente rápido—, excepto Robinson Crusoe. Medios reducidos, sueldo modestísimo. En dos ocasiones, hice tres películas al año. La necesidad en que me encontraba de vivir de mi trabajo y mantener con él a mi familia explica, quizá, que esas películas sean hoy diversamente apreciadas, cosa que comprendo. A veces, he tenido que aceptar temas que yo no había elegido y trabajar con actores muy mal adaptados a sus papeles. Sin embargo, lo he dicho a menudo, creo no haber rodado nunca una sola escena que fuese contraria a mis convicciones, a mi moral personal. En estas desiguales películas, nada me parece indigno. Y añado que mis relaciones de trabajo con los técnicos mexicanos han sido la mayor parte del tiempo excelentes”.
Algunos de sus filmes han sido analizados en abundancia, por ello resulta interesante más bien lo que Buñuel haya dicho de sus películas mexicanas, “lo que he retenido, dice, lo que me ha llamado la atención…, recuerdos que quizás ayuden a conocer a México de un modo bastante diferente, desde el lado del cine”. Veamos pues.
1. Gran Casino (1947)
Para mi primera película mexicana, Gran Casino, Óscar Dancigers tenía contratadas a dos grandes figuras latinoamericanas, el cantante Jorge Negrete, extremadamente popular, verdadero charro mexicano que cantaba el benedicite antes de sentarse a la mesa y no se separaba nunca de su profesor de equitación, y la cantante argentina Libertad Lamarque. Se trataba, pues, de una película musical. Yo propuse una historia de Michel Veber que se desarrollaba en los medios petrolíferos.
La idea fue aceptada. Por primera vez, me dirigí al balneario de San José Purúa, en Michoacán, gran hotel termal situado en un espléndido cañón semitropical, donde escribiría más de veinte películas. Refugio verdegueante y florido al que, no sin razón, se le llama un paraíso, al que acuden regularmente autobuses de turistas americanos para pasar veinticuatro horas fascinantes. Toman a la misma hora el mismo baño radiactivo, beben el mismo vaso de agua mineral, seguido del mismo daiquiri, de la misma comida, y por la mañana temprano se van.
Yo no había estado detrás de una cámara desde Madrid, desde hacía quince años [1933, Las Hurdes, tierra sin pan; un documental en verdad de interés]. En el relato, muy melodramático, Libertad llegaba de Argentina para buscar al asesino de su hermano. Al principio, sospechaba de Negrete, antes de que los dos protagonistas se reconciliasen y llegara la inevitable escena de amor. Como todas las escenas de amor convencionales, ésta me fastidiaba e intenté destruirla.
Por eso es por lo que le pedí a Negrete que cogiese un palo durante la escena y lo hundiera mecánicamente en el barro petrolífero, a sus pies. Luego, rodé un primer plano de otra mano, con el palo removiendo el barro. En la pantalla, inevitablemente, se pensaba en otra cosa distinta del petróleo. Pese a las dos grandes figuras, la película sólo obtuvo un modesto éxito. Entonces, se me «castigó». Permanecí dos años y medio sin trabajar, hurgándome la nariz, viendo volar las moscas. Vivíamos del dinero que me mandaba mi madre…
2. El gran calavera (1949)
En 1949, Dancigers me comunicó un nuevo proyecto. Fernando Soler, gran actor mexicano, iba a realizar para él una película en la que desempeñaba también el papel principal. Considerando que la tarea era excesiva para un solo hombre, buscaba un realizador honrado y dócil. Óscar me ofrecía ese papel. Acepté inmediatamente… No creo que presente el menor interés. Pero obtuvo un éxito tal que Óscar me dijo: «Vamos a hacer juntos una verdadera película. Busquemos el tema.»
[Escena de El gran calavera]:
3. Los olvidados (1950)
Óscar encontraba interesante la idea de una película sobre los niños pobres y semiabandonados que vivían a salto de mata (a mí mismo me gustaba mucho Sciuscia [El limpiabotas], de Vittorio de Sica).
Durante cuatro o cinco meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las «ciudades perdidas», es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película. Entre los numerosos insultos que recibiría después del estreno, Ignacio Palacios escribió, por ejemplo, que era inadmisible que yo hubiera puesto tres camas de bronce en una de las barracas de madera. Pero era cierto. Yo había visto esas camas de bronce en una barraca de madera. Algunas parejas se privaban de todo para comprarlas después de casarse.
Al escribir el guion, yo quería introducir algunas imágenes inexplicables, muy rápidas, que habrían hecho decir a los espectadores: ¿he visto bien? Por ejemplo, cuando los chicos siguen al ciego en el descampado pasaban ante un gran edificio en construcción, y yo quería instalar una orquesta de cien músicos tocando en los andamios sin que se les oyera. Óscar Dancigers, que temía al fracaso de la película, me lo prohibió.
Me prohibió incluso mostrar un sombrero de copa cuando la madre de Pedro —el personaje principal— rechaza a su hijo que regresa a la casa. Por cierto que a causa de esta escena la peluquera presentó su dimisión. Aseguraba que ninguna madre mexicana se comportaría así. Unos días antes, yo había leído en un periódico que una madre mexicana había tirado a su hijo pequeño por la portezuela del tren.
De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: «Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?» Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.
La película fue rodada en veintiún días. Como en todas mis películas, terminé dentro del tiempo previsto. Creo que nunca he sobrepasado ni en una sola hora el plan de trabajo. Añadiré que nunca he necesitado más de tres o cuatro días para el montaje, debido ello a mi método de rodaje, y que nunca he gastado más de veinte mil metros de película, lo que es poco. Por el guion y la dirección de Los olvidados cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.
Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Uno de los grandes problemas de México, hoy como ayer, es un nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de inferioridad. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron inmediatamente mi expulsión. La Prensa atacaba a la película. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro. Al término de la proyección privada, mientras que Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español Luis Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia, un horror contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente. Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.
A finales de 1950, volví a París para presentarla. Caminando por las calles, que volvía a encontrar después de más de diez años de ausencia, sentía llenárseme de lágrimas los ojos. Todos mis amigos surrealistas vieron la película en el «Studio 28» y se sintieron, creo, impresionados por ella. Sin embargo, al día siguiente Georges Sadoul me mandó recado de que tenía que hablarme de algo grave. Nos reunimos en un café cercano a la plaza de l’Étoille, y me confió, agitado e, incluso, demudado, que el partido comunista acababa de pedirle que no hablara de la película. Sorprendido, pregunté por qué.
—Porque es una película burguesa —me respondió.
—¿Una película burguesa? ¿Cómo es eso?
—En primer lugar —me dijo—, se ve a través del cristal de una tienda a uno de los jóvenes abordado por un pederasta que le hace proposiciones. Llega entonces un agente de policía, y el pederasta huye. Eso significa que la policía desempeña un papel útil: ¡no es posible decir tal cosa! Y, al final, en el reformatorio, muestras a un director muy amable, muy humano, que deja a un niño salir para comprar cigarrillos.
Estos argumentos me parecían pueriles, ridículos, y le dije a Sadoul que no podía hacer nada. Por suerte, unos meses después el director soviético Pudovkin vio la película y escribió un artículo entusiasta en Pravda. La actitud del partido comunista francés cambió de la noche a la mañana. Y Sadoul se mostró muy contento de ello.
Éste es uno de los comportamientos de los partidos comunistas con los que siempre he estado en desacuerdo. Existe otro, a menudo ligado al primero, que siempre me ha chocado, el que consiste en afirmar después de la «traición» de un camarada: «¡Escondía bien su juego, pero traicionaba desde el principio!»
[“Trailer” de Los olvidados]:
En París, con ocasión de las proyecciones privadas, otro adversario de la película fue el embajador de México, Torres Bodet, hombre cultivado que había pasado largos años en España e, incluso, había colaborado en la Gaceta Literaria. También él estimaba que Los olvidados deshonraba a su país. [El poeta y funcionario no registra el episodio en sus memorias].
Todo cambió después del festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz —hombre del que Breton me habló por primera vez a quien admiro desde hace mucho— distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.
Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: Los olvidados, o Piedad para ellos. Ridículo.
Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.
4. Susana (1950)
El mismo año, realicé Susana, película sobre la que no tengo nada que decir, salvo que lamento no haber subrayado la caricatura en el final, cuando termina milagrosamente bien. Un espectador no avisado puede tomarse en serio este desenlace.
En una de las primeras escenas de la película, cuando Susana se encuentra en la cárcel, estaba prevista en el guion la presencia de una gran migala que debía atravesar la sombra de los barrotes de la celda proyectada en el suelo, donde dibujaba una cruz. Cuando pedí la migala, el productor me dijo: «No, no hemos encontrado ninguna.» Disgustado, me disponía a pasarme sin ella, cuando el encargado del atrezzo me comunicó que ciertamente había una migala en una cajita. El productor me había mentido, pues temía verme perder tiempo.
De hecho, colocamos la jaula de la araña fuera del campo de toma, la abrimos y empujé con un trocito de madera a la migala, que atravesó a la primera la sombra de los barrotes, tal como yo quería. La cosa apenas si nos llevó un minuto.
[Susana, Rosita Quintana, desquicia a la familia y a los hombres de la casa a que llega]:
5 y 6. La hija del engaño y Una mujer sin amor (1951)
Tres películas en 1951: Primero, La hija del engaño; mal título de Dancigers para lo que no era sino una nueva versión de Don Quintín, la obra de Arniches. En Madrid, en los años treinta, yo había producido ya una película basada en esta misma obra. Luego, Una mujer sin amor, sin duda mi peor película. Se me pidió que hiciera un remake de una buena película que André Cayatte había realizado en Francia sobre Pierre et Jean, de Maupassant. Se trataba de instalarme una moviola en el plató para que yo copiase a Cayatte plano por plano. Naturalmente, me negué y decidí rodar a mi manera. Resultado mediocre.
7. Subida al cielo (1951)
En cambio, guardo bastante buen recuerdo de Subida al cielo, relato de un viaje en autobús, rodada ese mismo año 1951. El guion se inspiraba en algunas aventuras acaecidas al productor de la película, el poeta español Altolaguirre, viejo amigo de Madrid, que se había casado con una cubana riquísima. Todo se desarrollaba en el Estado de Guerrero, que, sin duda, es todavía hoy uno de los Estados más violentos de México. [Mi película favorita de Buñuel, no sólo por la presencia hermosa de Lilia Prado, también por el retrato social del medio siglo XX, por personajes como el chofer borracho y edípico desde el punto de vista freudiano, el cojo simpático y el diputado orador del partido hegemónico en el poder].
Rodaje rápido, maqueta bastante lamentable del autobús que se ve avanzar bamboleándose por la falda de la montaña, y también los imprevistos de los rodajes mexicanos: el plan de trabajo preveía tres noches para rodar una larga escena durante la cual se entierra a una niña, mordida por una víbora, en un cementerio en que se halla instalado un cine ambulante. En el último instante, se me anunció que, por razones sindicales, las tres noches de rodaje quedaban reducidas a dos horas. Hubo que reorganizar todo en un solo plano, suprimir la proyección prevista, actuar a toda prisa. En México me he visto obligado a adquirir una gran rapidez de ejecución..., que a veces lamento más tarde.
Fue también durante el rodaje de Subida al cielo cuando el ayudante del jefe de producción fue retenido como rehén en el hotel «Las Palmeras» de Acapulco, por facturas impagadas.
[Como estamos en “el mes de la patria”, continuará la revisión de las películas mexicanas de Luis Buñuel en próxima entrega. Mientras tanto, una escena representativa de Subida al cielo, aparecen el perfil básico de los personajes y Lilia Prado baila y canta “La sanmarqueña”, entre otras cosas que ahí suceden]:
Héctor Palacio: @NietzscheAristo