Los hechos de violencia que se registran cada semana en todo el país cada vez obedecen menos a una lógica de criminales organizados peleando entre sí o contra el Estado mexicano y más a la de una guerra civil, misma que se desató gracias a la soberbia imbécil de uno de los peores presidentes que ha tenido este país: Felipe de Jesús Calderón Hinojosa.
Y no es uno de los peores presidentes que haya tenido el país por su poco o mucho gusto por alcoholizarse en público y en privado, sino porque gastó una cantidad de dinero que pocos mandatarios han tenido disponible en comprar armas, creyendo que el problema de las drogas era de supresión de la oferta, y también porque desconoció la diferencia que existe entre una entidad violenta de naturaleza política (como un ejército convencional) y una de naturaleza económica (crimen organizado), lo que llevó al peligroso desgaste de la última barrera de seguridad (las fuerzas armadas, es decir el Ejército y la Marina) y a la pulverización de los grupos criminales armados que formaron pequeñas guerrillas regadas en todo el país provocando una infinita serie de enfrentamientos armados y cientos de miles de mexicanos muertos, sin que el negocio de las drogas haya sufrido mayor cosa, pues sólo aumentaron los precios y bajaron las calidades.
Si se ven bien las cosas, desde ese sexenio se vive en un estado de guerra civil donde pequeños señores de la guerra, equipados con dinero abundante y armamento sofisticado y potente, quieren imponer su voluntad a quien sea y a costa de lo que sea. Y esa voluntad no obedece necesariamente al negocio de las drogas, sino a cualquier capricho, como si esto fuera cualquier región de África en donde cualquier estado postcolonial fallido sucumbe ante los warlords, presentando los mismos problemas: persecución de objetivos ajenos a los empresariales (un cártel de las drogas es, ante todo, una empresa), necesidad de demostrar por la fuerza excesiva quién manda en territorios cada vez más pequeños, reclutamiento forzoso de jóvenes y niños, falta de liderazgos claros y respetados y comisión de actos brutales solamente por un berrinche.
Porque sí, el ejemplo está a mano: lo de Salvatierra, Guanajuato, es un berrinche de unos pequeños señores de la guerra. En lo sucedido el pasado fin de semana no hay nada que indique que se trató de un ajuste de cuentas entre grupos criminales o que estuviera cobrando un incumplimiento con un cargamento de droga. Lo que hay en esos delitos es pasión: veinte minutos de balacera y el incendio, no robo, de vehículos. Es un crimen pasional enraizado en el resentimiento.
En la fiesta donde fueron rechazados los criminales lo que puede verse es que se trata de jóvenes de clase media alta o alta, todos estudiantes de carreras como medicina, chicas que incluso fueron reinas de belleza de su localidad; es decir, los criminales pretendieron acceder a un grupo social que los rechazó precisamente por ser eso: por ser los chicos malos, marginados por incultos, por violentos y por rancheros, y no por falta de dinero, pues ese lo tienen de sobra; pero a pesar de todo ese dinero, estos pequeños señores de la guerra saben que jamás serán bienvenidos en el México de los señoritos, de la gente bien. Y eso les duele. Y lidian con el rechazo como saben hacerlo: a ellos nadie les dice que no sin morir feamente.
No sé a qué terreno está entrando la sociedad mexicana, pero claramente jamás fue el caricaturesco mundo que planteó Calderón Hinojosa de policías contra ladrones. Esta violencia es algo mucho más complejo y terrorífico de lo que podemos imaginar. Acaso venga una revolución armada. Acaso pase lo que en Estados Unidos en los años noventa y aquí, en unos diez a quince años, se verá una reducción de la violencia a raíz de que el aborto se despenalizó y se legalizó de forma general en todo el país. Pero las respuestas a corto plazo son escabrosas, porque la más cierta es que México vive una guerra civil. A lo mejor si se empieza por verbalizar el verdadero problema, se puede empezar a caminar a algún lado.