A propósito del texto de don Federico Arreola del pasado sábado, intitulado “Mucho Montesquieu + abuso en bebidas espirituosas = espiritismo jurídico mediático”, los suscribientes decidimos explorar su importante opinión y hacer precisiones al mismo, que consideramos oportunas, basados en la idea de que el Derecho, en general, no solamente es una estricta y muy escolarizada interpretación jurídica, sino también política. La legislación electoral mexicana se ha venido haciendo a fuerza de berrinches de la oposición que pierde elecciones (la que sea) y de concesiones de quien las gana por un margen relativamente estrecho (también quien sea). Este paréntesis de alternancia política de 2000 a 2018 vio nacer una suerte de democracia fragmentaria, más que plural, donde ninguna fuerza política tenía la suficiente legitimidad como para imponer un proyecto político. Las reformas y prioridades de gobierno eran negociadas frecuentemente a cambio de una modificación en la legislación electoral para tratar de cargar los dados en favor de las minorías, que acabaron siendo sobre representadas.
Hoy, en cambio, hay una fuerza política que cuenta con una mayoría clara; por fuerza política nos referimos a Morena y sus aliados, no a un único partido.
No es necesario intelectualizar demasiado. Hay dos modelos fundamentales de democracia: la democracia de mayoría o Westminster, cuyo paradigma es Inglaterra, y la democracia de consenso o plural, cuyo paradigma es probablemente Suiza. En Suiza hay cuatro grupos raciales y lingüísticos (alemán, italiano, francés y retorromano) y, por ende, esas diferencias profundas harían que si uno solo de esos grupos impusiera un proyecto político a los demás estaríamos hablando de una invisibilización real de todo un grupo poblacional. Las democracias de mayoría asumen que hay una sociedad hasta cierto punto homogénea, no en cuanto a preferencias políticas, sino en cuanto a rasgos inherentes a la propia sociedad. En México, las normas electorales han adquirido matices de una y otra, no por una lógica inherente de la composición nacional (no hay uno o varios partidos indígenas, por ejemplo) sino con base en las fluctuaciones coyunturales de los partidos políticos en boga. Lo que tenemos es falta de costumbre de que exista una mayoría cuya legitimidad popular se corresponda con la representación legislativa que tiene.
Si las autoridades electorales deciden tratar a los aliados de Morena como minorías que requieren una sobrerrepresentación y así obtener una hipotética mayoría calificada, habrá sustento para criticar esta decisión, porque las minorías reales (ojo, no afirmamos nada sobre su legitimidad, por ejemplo, pero son fuerzas políticas) serán prácticamente invizibilizadas. Pero parece ser que Morena y sus aliados obtuvieron esta mayoría en las urnas, por lo que si se decide en contra de que tengan dicha mayoría calificada, aunque la hayan ganado a través del voto popular, estarían imponiendo una interpretación discutible y elitista (como Pareto entiende las élites) sobre la voluntad popular.
Las categorías con las que hay que analizar la realidad política mexicana ya no son las del año 2006, mucho menos las de 1997, y por eso, cuando las queremos aplicar a lo que hoy sucede, los resultados de cualquier análisis son bastante esquizofrénicos. Es momento de replantearlas.