“La peor historia de cazatalentos de todos los tiempos es la selección de los apóstoles que hizo Jesús” dijo J.M. Cotelo (el que rodó la exitosa película “Tierra de María”). Cotelo era director de comerciales, y estaba tratando de buscar excusas para autodescalificarse y evitar hacer una película Católica, cuando se dio cuenta que los apóstoles estaban todavía menos cualificados en sus aptitudes profesionales para las tareas que se esperaba ellos desempeñaran.
Esto lo contó Cotelo en una conferencia a la que asistí en Heiligenkreuz en Austria y me impresionó mucho. Me hizo pensar en el meme: “Está probado que es físicamente imposible que las abejas vuelen, pero ellas no lo saben.” Porque Cotelo tiene razón, si estás reuniendo personal para que den un mensaje en el mundo entero, pues hubiera servido al menos un cartógrafo, un negociante, un navegante, algún intérprete de idiomas, o un gran orador. Pero la mayoría de los apóstoles eran pescadores incultos y sin recursos. Tampoco nos podemos quejar ni de la selección de Jesús ni del desempeño de los apóstoles, tomando en cuenta que somos más de 1 billón de católicos en el mundo hoy. En el caso de Pedro en específico, el nuevo testamento cada vez que lo menciona es casi siempre para narrar sus errores.
¿Cuáles fueron las cualidades que Jesús buscó en ellos y por las que los eligió? Creo que esta pregunta debería ser la principal en nuestros corazones al evaluar a un nuevo Papa, mucho antes de los atributos que demanda el mundo de hoy como dotes diplomáticos, carisma en los medios, la cantidad de lenguas que hable, o si es conservador o liberal, o de políticas de izquierda o no. Porque podría ser irrelevante para ejercer los aspectos más importantes al fungir como Papa. Trataré de compartir lo poco que alcanzo a vislumbrar para detonar, espero, que cada quien pueda hacer sus discernimientos y llegar a sus propias conclusiones.
Estoy de acuerdo con un sacerdote español quien me dijo ayer: “Lo que a la gente le gusta del Papa Francisco es que la ‘figura’ y el ‘hombre’ son la misma persona, y agradecían poder ver a un ser humano más allá del personaje”. Yo creo que ese toque humano, que reconoce ser imperfecto, es en esencia un concepto profundamente Cristiano. San Pablo habla de que llevamos el tesoro en vasijas de barro. Me encanta que Francisco se haya ganado el respeto y cariño de tanta gente y lo aplaudo. Pero ante este fenómeno que agradezco, me surgen dudas que aplican a todas las personas consagradas a la vida religiosa: al asumir una figura en la jerarquía de la iglesia (como monja, sacerdote, obispo, párroco, o cardenal), permanecer igual que antes y pasar por alto los cambios necesarios para encarnar la figura que representas ¿es humilde o arrogante?, ¿es una falla, o una virtud? Creo que esa discusión es más interesante que las “posturas políticas” de las personas visibles en la jerarquía de la iglesia, o para tal caso, sus “posturas” de cualquier naturaleza. En realidad, lo que quiero discutir es la idea de “una postura”, en sí.
En mi propia historia, al tomar el hábito y usarlo siempre, incluyendo cuando estoy fuera de la clausura, hay cosas muy raras a las que tuve que renunciar que nadie imaginaría, incluyéndome a mí (y con eso no me refiero a las tentaciones o al pecado). Por ejemplo, ya no puedo sentarme en la banqueta. Traté de hacerlo en Berlín por 15 minutos mientras esperaba a que me recojan en el auto (como siempre había hecho), pero fue más fácil ponerme de pie que enfrentar la preocupación e interrogatorios de los peatones. No es posible, al parecer, caminar de largo con una monja sentada en el piso. En la ciudad de México es imposible tener una conversación con alguien paseando por las calles vistiendo de hábito. Desconocidos me interrumpen constantemente para comentarme algo o pedirme una bendición. Creo que portar un hábito en la calle le da la gente permiso de hablarte sin pena. No son cosas malas, de hecho disfruto mucho dar bendiciones paseando por la calle y lo considero sumamente halagador, y siempre llevaré mi hábito en todo momento dentro y fuera de la clausura… pero no deja de ser una renuncia inesperada.
En mi vida antes de ser monja, hubo un evento que ahora resuena en mí más que nunca. Hice una sesión de fotos para la revista de futbol Chivas que yo dirigía. Cuando llegó el famoso luchador de lucha libre “El Santo Enmascarado de Plata” al estudio, ya tenía la máscara puesta. No dejó de inquietarme por semanas que raro debe ser ponerte una máscara para que te hagan un retrato. Eso debe afectar su sicología en alguna forma, seguro, sobre todo en cuanto a tu identidad, lo que es reconocible en ti, y los límites entre el personaje y el ser humano. Lo más raro es que el enmascaramiento ¡se hace a fin de ser reconocible! Porque una cosa es resignarse humildemente a que siempre hay un poco de máscara y de actuación en la manera que nos presentamos a los demás, pero tener físicamente una máscara de tela puesta sobre la cara, es ya otro nivel.
Yo ya había decidido tiempo atrás que las máscaras son en alguna forma necesarias si se desea tener una vida social. Vi en la exposición internacional “Manifesta 7” en Trento en el 2008 una obra de arte genial del artista venezolano Javier Téllez. La pieza era una película de vaqueros, titulada Oedipus Marshall, pero la trama era Oedipus Rex (de Sófocles). Lo aterrador del film, sin embargo, no fue eso, ni tampoco que los actores eran enfermos mentales internos en sanatorios, o que toda la película Western fue rodada con ellos usando máscaras tradicionales japonesas. El susto de verdad fue el final porque los actores para los créditos se quitan la máscara, y ves a una persona que solo por su apariencia es evidente que está verdaderamente demente. Esto me afectó de por vida porque ante un espejo ya es inevitable para mí ahora buscar en mi reflejo qué se pone sin mi consentimiento en evidencia cuando los demás me miran. Más allá del espanto que me provocó la cara de loco de los actores (y sus secuelas: procurar el control de mi apariencia), esa obra me hizo pensar mucho sobre la persona real, la que está escondida detrás de las máscaras que necesitamos para jugar un rol social. Porque parecía irónico en la película que los actores llevaran máscaras para actuar. Al comenzar la cinta pensé, las caretas rígidas estorban a la actuación, pero ¿acaso no hacemos eso todos? Mi conclusión al final de la peli fue lo opuesto: caí en cuenta que las máscaras son necesarias para todos y, aunque en diferentes medidas, siempre están presentes para permitir un intercambio, una “actuación” ante un público inevitable: la sociedad.
Otra razón que me llevó a creer que la máscara es inevitable es que, hace mucho tiempo, mi propósito de año nuevo fue no hacer en ese año ni un solo gesto destinado a ser visto o dedicado a una audiencia. Fue el reto más difícil de cumplir. De hecho no lo logré. Aliento a los lectores a que lo traten al menos por un día, solo por el experimento: la pasadita del trapo para que tu mamá te vea ayudando, la joroba y bostezos para denotar cansancio, la sonrisa y barbilla alta al entrar a una fiesta para parecer exitoso.
En el libro Blink, Malcom Gladwell explica que la intuición instantánea es el procesador más sofisticado con el que contamos para discernir (y no la razón). Narra como un experto en arte clásico impresionó a todos porque detectó como falsa a una escultura que compró el J. Paul Getty Museum por 10 millones de euros en 1986, con todas las pruebas científicas en la mano (la escultura estaba cubierta por una capa de calcita que se creyó hubiera tomado cientos de años en formarse). Muchos años después probó haber sido una estafa, pero el escándalo real es que el experto siempre lo supo y lo determinó en un par de segundos; además, su único argumento contra las pruebas falsas fue su intuición instantánea diciendo: “solo no se ve correcta”. Pero es que yo creo que, para detectar a gente falsa, todos somos agudos expertos. No solo detectamos falsedad, sino también a cualquier nivel de actuación. El mismo gesto, como, por ejemplo, reírte, hecho por alguien con la intención de que lo vean (a diferencia de una carcajada natural) es algo que se transpira y que todos percibimos. En la mayoría de los casos, cuando detectas una actuación, adicionalmente, se convierte en molesta (así sea algo tan inocente como la risa).
Narro todas estas historias para compartir cómo comprobé que ser verdadero y honesto no es tarea fácil y percibirse como tal por los demás en general, todavía menos… pero mucho menos encarnando en una figura pública, más difícil si es religiosa, y ya ni hablar del personaje del Papa. Así es que, el que al Papa Francisco se le haya percibido como humilde y honesto, no es una nimiedad. Me parece algo verdaderamente asombroso.
Yo imagino que los apóstoles así han de haber sido, personas honestas y percibidas como tal también. Pero lo que yo quisiera preguntar aquí, sin desmerecer y a fin de enfocar y enriquecer nuestros criterios: ¿era eso lo más importante? ¿qué les dice Jesús de las razones al escogerlos? Y además, ¿cuál era la misión de los apóstoles?, ¿para qué fueron escogidos, a Pedro en especial?
Jesús le dice a su discípulo Simón “tú eres Pedro y sobre esta piedra construiré mi iglesia” en el momento cuando Jesús acababa de preguntar “¿Quién dicen los hombres y ustedes que soy yo?” Colocar a Pedro como cabeza de su iglesia es la reacción de Jesús cuando el apóstol enuncia: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”. (Mt. 16: 13-19). Al parecer tiene qué ver con la fe de Pedro, más que con ninguna otra aptitud que haya tenido. (Adicionalmente no hay que olvidar que Jesús explica que ese conocimiento que acaba de expresar no es propio del apóstol, sino una revelación que Dios Padre le ha hecho a Pedro).
El famoso biblista jesuita José María Abrego de Lacy (en un retiro que tomé con él en Navarra) subrayó que un renglón en la misa, él asegura, todos lo malentendemos. El sacerdote dice: “Este es el misterio de nuestra fe” y se refiere a lo que la gente está por decir (y no a la hostia que acaba de consagrar): “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. Tal vez se entiende mejor en la otra posible respuesta de los fieles: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos tu muerte hasta que vuelvas”.
¿Cómo dar testimonio de ese misterio, de esa, nuestra fe, a los demás… y en una forma honesta? Mi maestro de teología, el Padre dominico de suiza Philippe Emmanuel Rausis decía que la fe es un regalo del cielo. Solo Dios puede darnos la gracia de la fe. Nosotros no podemos provocarla, generarla, crearla o inducirla, pero sí podemos pedir que nos la conceda Dios; y en la medida que la tengamos, podemos alimentarla y dar testimonio de ella. Pero ¿cómo?
El P. Philippe nos narró una pelea que tuvo con un protestante. El protestante lo acusaba a él y a los católicos de falta de convicción personal y de ser tradicionalistas decadentes y obsoletos, a lo que el P. Philippe contestó: “pobre de mi fe si solo tuviera a mi convicción para sostenerse, porque un día estoy de buenas y el otro no tanto, pero las tradiciones en las que confío mi fe, son estables, ancestrales, comunitarias, permanentes y seguras”. Me gusta mucho que las tradiciones aquí se evidencian como un soporte, el cimiento en el que podemos reposar nuestra fe. Los 2 mil años de tradición, sí son una estructura sólida de la que podemos echar mano hoy. La tradición no son solo nuestra cultura y costumbres católicas que incluyen también liturgias, cantos, calendarios, doctrinas, devociones populares y enseñanzas. La tradición es una transmisión oral, de generación en generación, guiada por el Espíritu Santo: una herencia viva que proviene desde los apóstoles.
Pero, yo creo que la tradición no es solo algo que traemos del pasado y lo arrastramos forzadamente al mundo de hoy, como si fuéramos retrógradas. La tradición es, sobre todo, creo yo, una plataforma que con la fe nos catapulta al futuro.
El mejor ejemplo de esto, y eje del análisis de hoy, es la historia que me contó esta semana la hermana Ana, la monja superiora del Monasterio de Armenteira en Galicia en donde me encuentro de retiro actualmente. Narrándome la historia de la renovación del monasterio en el siglo pasado (originalmente construido en el siglo XII), me contó sobre una decisión que me conmovió profundamente. El convento que vendría a habitar el monasterio (una vez terminada la restauración del edificio) tenía tan profundo celo por sus votos de pobreza que las monjas habían tomado la decisión de no poner baños individuales en cada celda (tres monjas de ese grupo fundador, siguen aquí en el convento). Pero tras pedir consejos y reflexionarlo, las monjas se dieron cuenta que habría que poner al menos las instalaciones y plomería de los sanitarios en los trabajos de reconstrucción, porque si las monjas de la siguiente generación quisieran tener baños propios, tendrían que destruir todo lo que este grupo fundador de monjas estaba en ese momento construyendo. Así que pusieron las tuberías y finalmente acabaron por instalar baños (que por cierto doy gracias porque estoy feliz con el baño en mi celda). Lo importante aquí es que creo yo que es de sabios pensar en el futuro y la estructura de hoy que soportará el futuro, por encima de las determinaciones individuales, por admirables que estas sean. El valor y la visión para hacerlo no es “moco de pavo” (como dice José María Cano cuando quiere decir “insignificante”).
En ese sentido yo cuestiono, por ejemplo, el uso de la capa roja del Papa. Representa la nobleza y la sangre de los mártires sobre la cual está fundada nuestra Iglesia. Tener ese símbolo presente como cimiento para el futuro, creo yo es más importante que cualquier otra retórica. Quiero sugerir que consideremos esta posibilidad: asumir que el símbolo que representas por encima de tu individualidad podría ser un gesto de humildad mayor, a tratar de vestir con ropas sencillas. Porque al fin, además, las ropas “sencillas” están recién hechas y a la medida, y la capita roja, por preciosa que sea, al igual que la mayoría de las vestimentas litúrgicas elaboradas, con frecuencia son recicladas desde hace, literalmente, siglos.
Reciclar la ropa es algo que hoy interesa a los jóvenes, no está de más decir que en mi parroquia en Alemania los monjes usan casullas (túnica que visten en la misa) del siglo XVIII. También cantan la liturgia de las horas (oraciones monásticas con una duración aproximada de 4 horas por día) en latín con las melodías gregorianas con 1,000 años de antigüedad. También hacen adoración y exponen el santísimo con frecuencia (y además en una custodia barroca hermosísima decorada con piedras preciosas). No me sorprende que son los monasterios que han conservado todas estas bellezas de la tradición (las casullas, la liturgia gregoriana en latín, la arquitectura, etc) los que tienen vocaciones desbordantes de jóvenes, aún en estos días que pareciera que no hay ya lugar para vocaciones religiosas y menos monásticas de claustro.
Al investigarlo con seriedad, se evidencia que estas coincidencias en donde se concentra la atención de los jóvenes y lo que les parece atractivo en la iglesia hoy, la preservación de nuestras tradiciones, no son una casualidad.
Pero para demostrar que mi interés no es rescatar solo las cosas ancestrales, también hay eventos increíbles que me llenan de orgullo y asombro en la iglesia de hoy: el Pabellón del Vaticano en la Bienal de arquitectura en Venecia comisionado por el Cardenal José Tolentino (prefecto del Dicasterio para la Cultura y la Educación) a la destacadísima arquitecta mexicana Tatiana Bilbao, además de fabuloso, ganó una mención honorífica. Incluir a los grandes creadores (como se hacía en la antigüedad) de nuevo en las narrativas oficiales comisionadas por el Vaticano es algo que también se extrañaba. ¿Cómo vamos a compartir nuestra fe alejados del arte y los grandes creadores de nuestros tiempos? No hay que olvidar que la belleza es una de las cualidades de Dios. Para mí sería impensable dar testimonio de mi fe en la suciedad y la fealdad. La vanguardia artística, creo yo, certifica que hacemos uso de los dones que Dios nos dio para imitarlo, hace homenaje a la belleza de Su creación y evidencia el poder de la creatividad; el buen arte es, en muchas formas, también una herramienta para dar un testimonio de fe porque es el lenguaje contemporáneo con credibilidad, autoridad y liderazgo ya que permea el espíritu de nuestros tiempos. (Especialmente si se compara, por ejemplo, con el arte malo, que no comunica nada más que fealdad e ineptitud). Puedo presumir con orgullo que le di a Tatiana un abrazo en Venecia en su pabellón el día de la inauguración tan fuerte como su gran logro, porque me llena de esperanza y de valor en mi tarea de ser testigo de mi fe que el Vaticano tenga un pabellón no solo digno en un foro internacional, sino conmovedor, de primer nivel y premiado.

Yo coincido con el P. Philippe que la tradición es el recipiente que contiene y alimenta nuestra fe. Yo creo que es algo que trasciende las posturas políticas. No son adornos superficiales ni tampoco estandartes de apariencias o de posturas conservadoras o liberales ni creo que se debería de discutir dentro de esas casillas. Me dio mucho gusto ver al Papa León XIV salir al balcón con la capa roja puesta y su cruz de oro, propias de la vestimenta tradicional del Papa. Los recursos de nuestra tradición son símbolos y herramientas muy valiosas para cimentar nuestra fe y llevarla hacia el futuro. Pero bueno, lo importante es trasmitir la fe, los símbolos son herramientas para dar testimonio de ella. Quiero aprovechar para abordar el título de este artículo: ¿Es el Papa León el rey de la selva o el salvaje del reino? Reitero que yo creo que eso no se debería ni siquiera discutir, porque da igual, y lo puse en el título para evidenciar que pareciera que es lo único que a la gente le interesa saber del Papa. Creo fervorosamente que la cabeza de nuestra iglesia, que es humano, al igual que todos nosotros, lo que importa es que tenga mucha fe como San Pedro. Que crea en Dios, y que se arme de valor para ser testigo de ello. Ojalá aprecie nuestra tradición milenaria tan hermosa para aprovecharla, reposar en sus símbolos nuestra fe y poder dar testimonio de ella en una forma natural y hermosa. Todo indica por ahora que sí será así.
Una vez escogido Pedro por su fe, no olvidemos el mandato principal que Jesús le dejó: si me amas apacienta a mis ovejas. Por lo pronto lo que hemos visto la su primera homilía del Papa León es que nos llama a amar. Parece un hombre de verdadera fe, amoroso y un buen pastor, y considero que es un panorama muy esperanzador.

Sobre la autora:
La madre Sor Stella Maris es una monja ermitaña diocesana de Monterrey y es Familiaris Cisterciense de la abadía de Heiligenkreuz en Austria. Después de trabajar en arte contemporáneo como profesora univesritaria, crítica y curadora casi 30 años, dejó su trabajo en Frieze Art Fair (Londres y N.Y.) y el Museo Tamayo en CDMX (en donde dirigía la Fundación FORT) y se mudó a Alemania del Este en 2018 para ser monja. Vive sola en una granja que convirtió en su ermita. Ayudó a fundar un nuevo convento Cisterciense en Neuzelle durante 7 años. El nuevo monasterio en construcción fue diseñado por la arquitecta mexicana Tatiana Bilbao. Stella Maris como fundadora y dueña de Grupo Editorial Celeste, creó y editó entre muchas publicaciones la revisa Celeste, asociada con Federico Arreola y después con Jorge Vergara. Ahora como monja ha regresado a su trabajo como docente, a dar su opinión y escribir en los medios de comunicación masiva.