Recientemente se aprobó en México la reforma que reconoce y sanciona la violencia vicaria, entendida como un tipo de violencia machista cometida, según la redacción de la ley, únicamente por los hombres que instrumentalizan hijas e hijos para dañar a sus madres mediante un amplio espectro de conductas como manipulación, interferencia parental, amenazas, sustracción, retención, ocultamiento, daño a los hijas e hijos o en el extremo, filicidio o inducción al suicidio con casos emblemáticos, como ejemplo de España, el de José Breton, que mató a sus hijos y encima, escribió un libro al respecto.

El punto es que un sujeto que sustrajo a sus hijos en Puebla hizo un trámite de resignación sexo genérica en la Ciudad de México. A sus cuarenta y tantos años, obtuvo una nueva acta de nacimiento con su mismo nombre pero con el sexo de mujer. Su ropa es la misma y la definición de lo que entendemos típicamente por “mujer” fue rebasada. No usa tacones, no tiene una expresión específica de su conversión. Solo es un hombre con una vida socializada de hombre cuya INE dice que es mujer. Esa ficción legal le permitió no enfrentarse a la ley. No podía ser acusado por violencia vicaria pues, formalmente, las personas legalmente determinadas con sexo de mujer no pueden ser investigadas por ello. Claramente, fue un hábil fraude a la ley amparado de las legislaciones que intentan proteger derechos, pero que fueron adelantadas por abogados hábiles. La hazaña fue presumida en redes sociales y la estrategia se convirtió en una práctica recomendada para que los padres sean tratados con del derecho de las madres es este caso bajo el régimen especial de violencia vicaria en el que ninguna mujer puede ser denunciada. Fue en ese punto en el que la inclusión legal, en mi perspectiva, ya no fue asunto de discriminación o inclusión sino de derechos y acceso a la justicia.

El debate ya estaba vivo desde antes por las prácticas deportivas en las que mujeres transitadas compiten contra mujeres y les dan golpizas extremas o logran obtener ventajas competitivas que definen sus primeros lugares. Fue así que el Tribunal Supremo del Reino Unido ha dictado una sentencia que interpreta la Ley de Igualdad para reconocer que la única definición de las mujeres es la biológica. Una postura crítica a quienes insisten en reducir a la mujer a su sexo biológico, es acusada por negar con ello la existencia misma de las mujeres trans. Otra postura es que las diferencias hormonales impiden a las mujeres acceder a los mismos derechos que las personas trans, pues las desigualdades vienen de factores biológicos básicos como la menstruación, la menopausia, el embarazo y el simple hecho de tener vagina y alta carga de estrógenos. O sea, que no es simple discriminación o exclusión sino criterios objetivos en los que se funda la experiencia de ser mujer.

Esta decisión, que limita la definición legal de mujer en la interpretación de la Ley de Igualdad de 2010, es presentada como un acto técnico, neutral, jurídico. Pero no lo es.

Es un acto profundamente político que reivindica dos cosas: las desigualdades biológicas de ser mujer y el espíritu de las legislaciones qué están orientadas a que esas desigualdades no sean obstáculos para acceder a derechos.

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La ley no vive en el vacío. Cada palabra escrita y cada concepto definido impacta directamente en vidas reales. Decir que esta sentencia “no representa la victoria de un grupo sobre otro”, como afirman los jueces, es intentar reconciliar la realidad de una sociedad dividida, donde los derechos de las personas trans se disputan entre gritos, retrocesos y discursos de odio. Pretender que este fallo es solo una “interpretación legal” y no una toma de postura política es, francamente, ingenuo.

Al mismo tiempo, en otras latitudes del mundo se viven crueldades y violencias extremas. Crímenes de odio que deben nombrarse: Sara Millerey, asesinada y brutalmente torturada en Antioquia, Colombia, por el simple hecho de haber transitado a identificarse como mujer expresando la feminidad en su forma de vestir y de ser.

Sara fue golpeada, su cuerpo estaba fracturado en piernas, brazos, costillas, clavícula y luego fue lanzada a un río que tenía una corriente brava. Unos vecinos del lugar se metieron a salvarla pues su cuerpo no le respondía y las ambulancias tardaron en llegar. No la atendieron de inmediato, la dejaron en una camilla a pesar de tener pulmones perforados y cuando la enyesaron, cayó en un paro cardiorespiratorio. Finalmente murió.

Ciertamente, la ofensiva contra los derechos trans se ha convertido en uno de los frentes favoritos de quienes disfrazan su exclusión con lenguaje “feminista” o “protector”. El problema es que no se puede proteger a unas negando la existencia de otras. Las mujeres trans no borran a nadie. Existen. Luchan. Y merecen, como todas, una vida sin discriminación. Vaya, que reconocer el odio y dificultades que enfrentan no elimina ni excluye las dificultades distintas y propias de las mujeres.

Creo que ser trans es una identidad propia. Pedir que se borre lo trans para únicamente ser mujeres, me suena inclusive, a transfobia. Justo en el camino de un ser humano inconforme con el sexo biológico con el que nació hacia uno nuevo define luchas, valores, derechos y retos propio de quienes han transitado. Algo que las mujeres no compartimos así como una persona trans no sabe lo que es no poder ir a la escuela porque ha llegado la regla y no hay dinero en casa para toallas o tampones, así como no saben que un embarazo desencadenó en diabetes o esquizofrenia o que parir fue motivo de discriminación y exclusión, que llevar un bebé en el vientre provocó osteoporosis o que la fuerza física de las mujeres se mide según el ciclo hormonal del mes y que eso puede hacer perder a una gran deportista.

El Gobierno laborista de Keir Starmer tiene una decisión que va mucho más allá del cálculo político: o cumple su promesa de revisar la Ley de Igualdad para acatar el fallo o decide insistir en desconocer las diferencias.

Reducir a las mujeres a sus genitales no es justicia pero negar que el machismo surge en desigualdades biológicas es real. Y eso nunca ha sido igualdad, pues por algo se ha apostado a la equidad, es decir, a reconocer las diferencias facticamente que impiden acceder a derechos e implementar políticas públicas que las equilibren. Pero resulta ingenuo por su parte pensar que un asunto que ha formado parte de un debate político extremo durante la última década vaya a ser interpretado en términos estrictamente legales. Queda ahora en manos del Gobierno laborista de Keir Starmer decidir si dedica tiempo y esfuerzo a corregir la Ley de Igualdad de 2010, para clarificar de modo más inclusivo la definición de mujer (como prometió en campaña) o si decide aparcar discretamente en un cajón una cuestión que sabe positivamente que le acarreará muchos problemas entre sus votantes más tradicionales.

El debate está vivo y creo que no podemos negar la humanidad y dignidad de las personas trans al mismo tiempo que es imposible dejar de observar en el sexo el origen de todas las opresiones que se denuncian por ser mujer.