En 1992 fui a una boda en Villahermosa, Tabasco. Se casaba la hija de un primo hermano de mi mamá. Teníamos muchos años de no ver a nuestra familia tabasqueña. La boda fue en una hermosa finca rodeada de lagunas. Un lugar inmenso. La carpa que dispusieron para 1,500 personas se veía diminuta en la Quinta Santa Lucía.

Conviví con mis primas y primos, mientras mi mamá disfrutaba de la orquesta con los suyos. Cuando la fiesta iniciaba su fin, los jóvenes propusieron que fuésemos a una discoteca. A pesar de que tenía tantos años de no verlos yo prefería quedarme con mi mamá para terminar la velada juntas, y que me contara lo que había platicado con sus primas y primos y así compartir con ella esa alegría; pocas veces la había visto tan feliz. Mamá iluminaba todo sitio al que acudía. Me insistió que fuera, que conviviera con ellos. Me subí a uno de los carros conducidos por los choferes o guardaespaldas de mis primos y nos dejaron en la disco. De inmediato nos dieron una mesa. Nos sentamos. Me sentía extraña, fuera de lugar. El nuevo cuñado de mi prima me sacó a bailar; solo fue una pieza, estaba tomado, le di las gracias y me fui al baño. Cuando regresé a la mesa, ya no había nadie. Como no conocía el lugar, pensé que me había equivocado de lado, los busqué… después de dar varias vueltas y ver que en efecto en ninguna mesa estaban, me adentré en la pista para ver si acaso bailaban y nada… sí, se habían ido. Me habían abandonado…

Ahora, cuando escucho esa canción casi treinta años después, de inmediato me transporto a esa noche. No entiendo por qué no llevaba bolsa y por ende ni dinero ni identificación. No sé qué cara de angustia tendría cuando salí al “lobby” que el gerente que estaba en la entrada del lugar me preguntó si estaba bien. Le dije que no. Le conté que había ido con unos familiares y que me habían dejado, que no era de Villahermosa, que no tenía ni idea en dónde estaba, y para colmo no tenía ni un quinto. Lágrimas de incredulidad, de miedo bañaban mi rostro. El gerente me dijo que no me preocupara. Por lo menos el pánico no atrofió mi mente y recordé el nombre del hotel en el que me esperaba mi mamá. El encargado me dijo que saliera con él, chifló a uno de los varios taxis que esperaban en línea afuera de la discoteca. El primero, encendió su Tsuru, el gerente se acercó a la ventanilla le dio las indicaciones, le pagó y me subí. No puedo explicar por qué en ese momento olvidé todo, la razón y el sentido común me abandonaron. Me subí al taxi en la parte delantera. Íbamos transitando por una desierta carretera, el oscuro y tenebroso paisaje tropical pasaba lento y rápido, rápido y lento a través de mi nublada mirada. Trataba de contener las lágrimas que me otorgaba el miedo, pero necias brotaban para recorrer mi rostro… pánico sentía por estar a merced de esa persona que conducía el carro. Hasta ese momento, ya perdida en la inmensa oscuridad, me di cuenta de cuántos errores había cometido; reprochándome mil veces, “¿qué demonios haces aquí?”. Me aferré a la manija de la portezuela con la intención de aventarme en caso de que el chofer pretendiera agredirme. Poco a poco comencé a ver luces, a ver comercios, a reconocer algunas calles y el amable conductor me dejó sana y salva en mi hotel.

Mis familiares me habían dejado en un lugar lejano, desconocido. El terror me había invadido despojándome de toda claridad, del sentido común para tomar una decisión sensata… tuve suerte en esos años porque no pasaba lo que desgraciadamente ocurre hoy en día…

Sí, estaba sola esa noche, no tenía dieciocho años, tenía 29 y aún así, sin quererlo fui vulnerable.

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Debanhi, se encontraba sola en una carretera. Por razones similares a las mías. Fue abandonada en la Quinta por sus amigas, le consiguieron un conductor “confiable” quien al parecer la bajó o ella decidió bajarse en medio de la nada. Tal vez invadida por el miedo, el sentido común la abandonó, al igual que a mí; debido al silencioso pánico olvidó pedir ayuda antes de salir del lugar, confió, o no pensó, al igual que yo. Tal vez se preguntaba, ¿por qué me dejaron aquí? Así como lo hice yo.

Esa noche, antes de salir de la discoteca, jamás pensé tomar el teléfono para llamar al hotel y hablar con mi mamá para que fuera o mandara a algún familiar por mí. No, mi mamá en ese momento no existía, ni el hotel, ni los familiares ni nadie de todos los que vivían ahí en Villahermosa solo estábamos mi miedo y yo. Tal vez a Debanhi le ocurrió lo mismo, el pánico lo succiona todo, todo…

Han transcurrido casi treinta años de aquella noche. En esa época se podían cometer errores como el mío. El gerente del lugar era buena persona, me dijo que no me preocupara de que no trajera ni un peso. El taxista, respetuoso y en silencio me llevó de ese lugar tan lejano a mi hotel; hoy, tal vez no hubiese regresado nunca. Jamás hubieran sabido qué fue de mí, como le ha pasado a miles de jóvenes que a pesar de los días, los meses y los años siguen sin regresar a sus casas por haber ido a la tienda, a la papelería, a la escuela o a alguna fiesta.

La carretera en la que estaba Debanhi es conocida, debido a las desapariciones, como la “carretera de la muerte”… al escribir estas letras, mi corazón late con rapidez; me viene de inmediato a la mente la indeleble silueta de Debanhi; sola ahí en la oscuridad, tomando, sin saberlo, un boleto que la llevaría a una terrible e injusta muerte. Puedo sentir el miedo de Debanhi, la incertidumbre de Debanhi e imagino también lo que pudo haber pasado por su mente…

Pienso en lo que habrá sufrido en manos de su agresor o agresores. Siento profunda tristeza por ella, una niña de dieciocho años que apenas comenzaba a vivir; lamento en el alma que no haya tenido la misma suerte que yo. Lamento profundamente que no se haya topado con gente buena que la llevara sana y salva a su casa como me sucedió a mí.

Esa carretera, Nuevo León, Estado de México y muchos lugares son escenarios de miles de feminicidios, la mayoría de ellos amparados por la impunidad, ¡por la maldita impunidad! Son tantos los casos y el desinterés de las autoridades que se ha perdido la cuenta y siguen apareciendo niñas, jóvenes y mujeres adultas muertas, con visibles huellas de tortura.

No importa por dónde caminemos, ni a qué hora, ni cómo vayamos vestidas, si estamos sobrias o alcoholizadas, ¿a quién no se le han pasado las copas en alguna fiesta? ¿Quién no ha tomado un taxi sola o solo para irse a su casa? ¿Quién no ha tomado una mala decisión porque el miedo la invadió? Equivocarte, ¿es razón para que te maten?