¿En qué momento confundimos la diplomacia con un talk show (como los de Laura Bozzo)? Porque eso pareció cuando Claudia Sheinbaum respondió a Pam Bondi como si se tratara de cualquier discusión en alguna carne asada y no de una jugada geopolítica seria. El reciente manotazo de Trump a tres bancos mexicanos –CIBanco, Intercam y Vector– no es un pleito de vecinas: es un mensaje brutal de poder soberano. Y lo peor es que el gobierno mexicano ni lo entendió ni supo reaccionar.
Soberanía gringa: no es un capricho, es doctrina
Estados Unidos tiene todo el derecho –legal y político– de decidir a quién deja entrar, con quién hace negocios y a quién veta -así como México-. ¿Y las pruebas? No las necesita. Porque esto no se resuelve en tribunales, sino en oficinas ejecutivas con información clasificada. Así funciona el concepto de discrecionalidad administrativa, que para muchos en Palacio Nacional suena a latín antiguo.
Ejemplo: lo que le hicieron a Rafael Márquez en 2017 fue lo mismo. Lo vetaron, le congelaron cuentas, lo exhibieron sin juicio ni pruebas públicas. Años después lo exoneraron. Porque así opera la seguridad nacional en un país donde las agencias mandan y los jueces no intervienen en estas decisiones.
El berrinche de la ignorancia
Cuando el Departamento del Tesoro lanzó la alerta, México tuvo 20 días para responder. ¿Qué hizo? Nada. ¿Y ahora? Se queja. Y lo más grave: la presidenta responde públicamente a Pam Bondi, fiscal general en tiempos de Trump, diciendo que “no está bien informada”. ¿De verdad ese es el nivel? ¿Quién asesora a Claudia? ¿Dónde están los diplomáticos formados, los especialistas en relaciones exteriores?
Porque si alguien la hubiera cuidado, no habría cometido ese error básico de protocolo: en México, por Constitución, la política exterior la lleva el canciller. No la presidenta. No una vocera. No un tuit. Y mucho menos lanzar un comentario tan grosero a una figura que forma parte del círculo político de Trump.
Improvisación institucional: el sello del nuevo sexenio
Y aquí viene la pregunta clave: ¿quién la está asesorando? ¿Por qué nadie le dice que no todo se responde? ¿Que el silencio también es diplomacia? Este tipo de tropiezos no solo evidencian improvisación: muestran que no hay estructura ni estrategia ni noción de cómo se ejerce el poder en el plano internacional.
Sabemos que para AMLO lo importante no era el cargo, sino el encargo. Pero si el encargado no tiene idea del encargo –sobre todo en temas técnicos como política exterior– lo que proyecta es un país mal parado, vulnerable y carente de oficio. La presidencia no es un experimento.



México tiene una escuela diplomática. Se llama Instituto Matías Romero. Ahí se enseña que los países no están obligados a dar explicaciones. Que los informes de inteligencia no se comparten. Que los agravios se tratan en privado, no en conferencias de prensa. Pero parece que ese librito ya nadie lo lee.
No es jurídico. Es mentalidad de Estado
Este no es un tema legal. Es un tema de cultura política. De entender cómo se juega el ajedrez internacional. En vez de victimizarse, México debería haber tomado nota, investigado, depurado, y luego sí, responder con inteligencia. Pero optó por el show.
Conclusión: o aprendemos o nos vuelven a pasar por encima
Estados Unidos no tiene por qué dar pruebas. Y México no debería pedirlas como si fuera una víctima de novela. Aquí se trata de soberanía, poder y estrategia. Si queremos respeto, hay que empezar por no hacer el ridículo. Y eso empieza con tener asesores que sepan lo que hacen, y una presidenta que sepa escuchar.