Ha bastado un suspiro en la escala del tiempo político —cien días— para que el presidente Donald J. Trump, de vuelta en la Oficina Oval con la energía beligerante de su primer mandato, redefina por completo la relación con México. Lo que durante la administración Biden fue componenda, permisividad y diplomacia de paño tibio, ahora se ha tornado en una embestida quirúrgica contra la estructura binacional del narcotráfico, los tentáculos de la narcopolítica y, sin decirlo con palabras pero sí con gestos, contra los actores del poder continental de la izquierda latinoamericana.

Los hechos no dejan margen a la interpretación: la estrategia antinarco de Trump no es retórica ni simulación. Es plomo, presión diplomática y posicionamiento geopolítico. En apenas tres meses y días, el nuevo gobierno estadounidense ha fijado destructores en posiciones clave cerca del Pacífico mexicano. Una advertencia sutil —si se quiere ver así—, pero inequívoca: el tiempo de la tolerancia ha terminado.

La guerra no declarada contra el fentanilo ha cobrado un cariz de prioridad nacional. Las agencias de inteligencia estadounidenses no se han limitado a señalar a los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación como responsables; han comenzado a compartir inteligencia en tiempo real con unidades militares mexicanas selectas, provocando tensiones internas dentro del ejército mexicano. La reciente confrontación armada en Sinaloa entre facciones de “Los Chapitos” y “La Mayiza” —una división interna que muchos preferían no nombrar— fue seguida de un sobrevuelo no anunciado de drones estadounidenses, cuya presencia fue confirmada por analistas de vuelo en redes abiertas. No fue una intromisión: fue un recordatorio de que los ojos del norte están fijos sobre el polvorín del noroeste mexicano.

A esto se suma un hecho que ha pasado bajo el radar de los grandes medios pero no de las agencias: la intercepción de un buque petrolero frente a las costas de Veracruz, cargado con combustible robado. No, no fue una operación de rutina; fuentes señalan que estuvo guiada por satélites de la Marina de EE.UU., y que en su interior se hallaron documentos vinculados a redes de financiamiento político.

Pero el golpe más crudo y simbólicamente devastador ha sido el asesinato, apenas ayer, de Iván Morales Corrales, el ex policía que testificó contra Nemesio Oseguera Cervantes, alias “El Mencho”. Morales Corrales, quien se había convertido en testigo clave bajo protección federal, fue ejecutado en condiciones aún no aclaradas, pero claramente calculadas para enviar un mensaje. Ya no se trata de un simple ajuste de cuentas. La muerte de Morales Corrales es una afrenta directa al modelo de seguridad compartido entre México y Estados Unidos. Es un desafío abierto a la cooperación judicial, a la figura del testigo colaborador, y al corazón mismo de la estrategia estadounidense contra el narcotráfico. En Washington, esto no se leerá como un crimen común, sino como un acto de guerra contra su sistema de justicia.

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Pero nada de esto puede analizarse en el vacío. Las acciones de Trump coinciden con un creciente malestar de su ala más ideológica (con Marco Rubio a la cabeza) por la cercanía entre el gobierno de la 4T y los regímenes de Cuba y Venezuela. La presencia mexicana en foros del Grupo de Puebla es vista en Washington como una afrenta directa a los intereses hemisféricos de Estados Unidos.

En ese contexto, la visita reciente de la secretaria de seguridad nacional a la Ciudad de México no fue un acto diplomático rutinario, sino una entrega de ultimátum: o se colabora de forma real en el control migratorio y en el desmantelamiento del narcoestado, o se enfrentará una progresiva militarización de la frontera, acompañada de sanciones y campañas mediáticas.

Ya están en marcha. Los nuevos comerciales antiinmigración, financiados por grupos ligados al trumpismo duro, han comenzado a transmitirse en Arizona y Texas, pero también en redes mexicanas. La reacción inmediata del oficialismo mexicano ha sido impulsar una modificación a la Ley de Comunicaciones que permitiría bloquear ese tipo de contenidos por “atentar contra la soberanía informativa”. Un espejo invertido de la censura chavista que tanto admiran en el sur. Todo esto en apenas cien días.

Si alguien creía que el segundo mandato de Trump sería una repetición de su primer acto, se equivoca rotundamente. El presidente ha dejado claro que su paciencia con el narco, y con los políticos que lo apadrinan, se ha agotado.

La narrativa de estos días anticipa un desenlace de mayor envergadura. Los movimientos que hemos visto son de preámbulo. Las verdaderas rupturas —diplomáticas, militares, comerciales— aún no han comenzado, pero ya están inscritas en la lógica de los acontecimientos.

Trump no solo quiere ganar la guerra contra el fentanilo. Quiere dejar claro que Estados Unidos no tolerará más un vecino convertido en santuario del crimen organizado. Si para eso debe romper con López Obrador y los suyos, lo hará y con gusto. Después de todo, para el trumpismo, México no es el problema. El problema es el narcoestado. Y eso, según parece, tiene los días contados.