Resulta verdaderamente penoso observar lo que ocurre hoy en las cámaras del Congreso de la Unión. Lo que en otros tiempos fue foro del pensamiento, de la elocuencia, del saber jurídico y político, es hoy escenario de espectáculos mediocres, berrinches institucionales, gritos, insultos y, para nuestra mayor desgracia, hasta jaloneos y empujones entre legisladores que, lejos de representar con dignidad a sus electores, se comportan como en pleito de vecindad.
La reciente pelea entre senadoras —lamentable, grotesca y ampliamente difundida en redes sociales y medios de comunicación— no es un hecho aislado ni anecdótico: es el síntoma más evidente del deterioro profundo de la vida parlamentaria en México. Lo que ocurrió en el Senado, ese recinto que antaño albergó discusiones de altura sobre temas torales de la vida nacional, hoy se ve reducido a una arena de confrontación vacía, carente de argumentos, donde predomina la consigna sobre el razonamiento, el aplauso servil sobre la crítica constructiva y la vulgaridad sobre la oratoria.
No se trata aquí de condenar a una sola bancada, ni de señalar exclusivamente a uno u otro partido. La decadencia del Congreso es transversal y estructural. Prácticamente todos los grupos parlamentarios han contribuido, en distinta medida, al empobrecimiento del debate y la banalización de la tribuna. Lo más grave es que muchos legisladores parecen sentirse cómodos en ese lodazal, prefiriendo la estridencia al pensamiento, la confrontación inútil al diálogo republicano.
Es inevitable, frente a este panorama, recordar con nostalgia y respeto aquellos años en que el Congreso era cátedra y tribuna; en que figuras como don Jesús Reyes Heroles, Heberto Castillo, Porfirio Muñoz Ledo en su etapa más lúcida, Manuel Clouthier, Carlos Castillo Peraza, y tantos otros, elevaban la discusión pública y ennoblecían el quehacer parlamentario. Eran tiempos en que disentir era un acto de valor intelectual y no un pretexto para el insulto personal; en que el adversario político no era tratado como enemigo a exterminar, sino como interlocutor legítimo con el que se podía, y debía, construir acuerdos.
En la Cámara de Diputados, hubo momentos memorables de verdadera deliberación. Recordemos las intervenciones de diputados como Luis H. Álvarez, Demetrio Vallejo, Pablo Gómez, Gilberto Rincón Gallardo, o Beatriz Paredes en sus mejores años. Ahí se construían argumentos sólidos, se defendían posturas con vehemencia pero con respeto, se debatía con pasión pero con ideas. Hoy, por el contrario, vemos sesiones que se tornan en circo, maroma y teatro, donde lo importante no es la solidez del planteamiento, sino el impacto del tuit o del clip de video viral.
¿En qué momento se degradó tanto la representación popular? ¿Qué fue lo que permitió que quienes hoy ocupan curules y escaños llegaran no por sus méritos, preparación o compromiso con las causas ciudadanas, sino por su lealtad a un liderazgo partidista o su capacidad para movilizar seguidores en redes sociales? El problema de fondo no es la falta de formación política —aunque es evidente en muchos casos— sino la desaparición del sentido de Estado en quienes legislan.
Hemos llegado al extremo de ver cómo los argumentos se sustituyen por gritos, pancartas y disfraces. A falta de ideas, se recurre al espectáculo. A falta de autoridad moral, se busca la nota escandalosa. A falta de compromiso social, se apuesta al clientelismo y a la polarización. El Congreso, que debería ser contrapeso y caja de resonancia de los intereses ciudadanos, se ha vuelto un brazo obediente del poder ejecutivo cuando conviene, o un muro de obstrucción inútil cuando no.
Lo más preocupante es que este fenómeno de degradación no solo afecta la calidad de las leyes que se aprueban o rechazan —que ya sería bastante grave—, sino que erosiona la confianza ciudadana en las instituciones democráticas. ¿Cómo puede el pueblo confiar en sus representantes cuando los ve enfrascados en insultos, descalificaciones y pleitos físicos, en lugar de atender los problemas reales del país? ¿Cómo esperar que la sociedad crea en la política como instrumento de transformación, si sus actores se comportan como adolescentes en pleito escolar?
La lucha de egos, el oportunismo y la sumisión partidista están devorando al Congreso. Y lo peor: pareciera que nadie dentro del propio poder legislativo se atreve a alzar la voz para revertir esta situación. Hay honrosas excepciones, sí, pero son pocas y muchas veces silenciadas por el ruido ensordecedor de los espectáculos legislativos.
¿Dónde están los nuevos parlamentarios con visión de Estado? ¿Dónde los cuadros jóvenes que no se conformen con reproducir la mediocridad, sino que aspiren a cambiarla? ¿Dónde los partidos que impulsen perfiles capaces, éticos y comprometidos, en lugar de premiar la lealtad ciega y el activismo visceral?
Es tiempo de una urgente regeneración del Congreso. No bastan reformas legales o cambios administrativos. Se requiere una nueva cultura política parlamentaria, basada en el respeto, la argumentación, la pluralidad y la responsabilidad. Se necesita, sobre todo, una ciudadanía más exigente, que no se conforme con votar por listas cerradas sin saber a quién envía a representar sus intereses. Que no tolere más el insulto como forma de expresión legislativa, ni la simulación como método de trabajo.
Hay que rescatar el Congreso. Y eso solo será posible si entendemos que la política no es espectáculo ni campo de batalla, sino espacio de encuentro y construcción colectiva. México merece legisladores a la altura de los desafíos que enfrenta. No más peleas bochornosas, no más gritos sin sentido, no más tribunas convertidas en ring. Es hora de recuperar la dignidad del Parlamento.
Porque, como decía Reyes Heroles, “la política es para servir, no para servirse”. Y ese principio debería ser el faro que guíe el actuar de quienes, por voluntad del pueblo, ocupan una curul o un escaño. Ojalá lo recordaran más a menudo.
X: @salvadorcosio1 | Correo: Opinión.salcosga23@gmail.com