Cuesta trabajo pensar en el mercado como un actor político. Las elecciones llevaron a una minimización de los partidos de oposición en el Congreso, particularmente, en la Cámara de Diputados; de ahí ha surgido la idea casi generalizada de concebir al mercado como un contrapeso político, como si éste actuara pensando en lo que más le conviene al país, desafiando a la Cuarta Transformación; mejor dicho, a un escenario que Claudia Sheinbaum debe por todos los medios evitar: transmutar la fuerza política de Morena en poder hegemónico.

Los economistas hemos concebido al mercado de diferentes formas y en el contexto teórico más general vemos en él a una multitud de agentes individuales egoístas, no coordinados entre sí, que al actuar buscan el máximo beneficio posible a partir de decisiones racionales, teniendo como principal señal el precio de los bienes o de los servicio que se desean adquirir o vender. Es importante conocer al mercado y analizar sus tendencias, pero es difícil concebir que bajo las condiciones masivas de concurrencia, un solo individuo o un grupo reducido de individuos puedan influir en él.

Es muy factible que existan poderes fácticos en cierto tipo de mercados, como lo es el financiero y en forma particular, el que tiene que ver con el de la tenencia de papeles de deuda del gobierno mexicano. Se dice que los oligopolios mexicanos y las grandes empresas están vendiendo masivamente esos instrumentos, con el único objetivo de mostrar su desacuerdo ante el resultado electoral y el deseo de dejar claro al actual y al próximo gobierno que cuiden sus decisiones. De ser cierto, los efectos saltan a la vista al hacer palidecer al tipo de cambio y al mercado de valores.

Del plano económico hemos saltado al plano político, como si las señales del mercado y las utilidades que se pudieran obtener pasaran ahora a un segundo término. Siempre se había pensado que la huida o la salida de capitales (capitales golondrinos) que desfondaban al país, tenían que ver con crisis económicas profundas. Dudo mucho que los mercados se hubieran opuesto ética o políticamente a los gobiernos de De la Madrid, Salinas de Gortari, Zedillo o Calderón. Detectaban, sí, insolvencias fiscales y financieras; alta inflación; continuas y bruscas devaluaciones; números alarmantes en las balanzas de cuenta corriente y de capital; reducciones preocupantes en las reservas internacionales; probabilidad de impagos, entre otros elementos y sobre esas señales hacían volar a sus capitales.

Ahora se dista de tener un escenario sombrío y ante la carencia de causas económicas, se le ha encontrado al mercado un cariz político; como si los oligopolios y las empresas en una acción concertada lanzarán una advertencia: ¡nada de hegemonías! Cierto que en un mercado imperfecto -o que se aleje más de la perfección- se pueden suscitar eventos que trasciendan a la lógica económica; sin embargo, es difícil llegar a acuerdos cuando se opera en contra de lo que dicta la insaciable sed de ganancias. Es posible que los capitales especulativos se vayan a otros mercados de deuda que ofrecen títulos con mejores rendimientos o que los tenedores decidan vender papeles de deuda del gobierno mexicano para hacer efectivas sus operaciones de arbitraje; es decir, tomar utilidades, sí, pero sin asociarlas en extremo a causas políticas, porque ello llevaría a una polaridad incontenible entre Estado y mercado, que dañaría a todos.

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Claudia Sheinbaum ha hecho bien en no abonar en esa polarización, señalando que en México existe estabilidad económica, política y social; y ratificando a Rogelio Ramírez de la O como secretario de hacienda y crédito público, cuyo prestigio y reconocimiento nacional e internacional son factores que inciden positivamente en la percepción del mercado. El -ante la incertidumbre- delineó en forma concisa los ejes centrales de política económica que posibilitan una mayor confianza en el país: 1) mantener niveles compatibles de endeudamiento tomando en cuenta el ratio deuda a PIB; 2) confirmar a los inversionistas el propósito irremplazable de continuar con la estabilidad macroeconómica, la prudencia fiscal y la sustentabilidad de los objetivos fiscales; 3) optimizar los recursos públicos ante la presión de deuda generada por Pemex; y 4) ratificar que el proyecto de la 4T se apega a la disciplina financiera, acatando la autonomía del Banco de México (Banxico), la condición de libre mercado para la inversión y el pleno ejercicio del Estado de derecho.

Más allá de estas declaraciones, lo más importante es concebir si esta emigración de capitales o de venta de deuda, que han depreciado nuestra moneda, se enmarcan en un fenómeno transitorio, dentro de la premisa de que entre más tiempo dure más daño le hará a las finanzas y a las cuentas del país. Mi apuesta es que este fenómeno no se prolongará tanto por las siguientes razones: somos ya la décima potencia en obtener divisas turísticas; las remesas avanzan rompiendo cada año máximos históricos (se esperan 65 mil millones de dólares para 2024); la inversión extranjera continúa en expansión, los 127 anuncios de diferentes empresas indicaban para los primeros cinco meses de este año una derrama total de 39 mil 157 millones de dólares; y se mantiene un caudal de exportaciones que mantiene cerca del punto de equilibrio a la balanza comercial. Esto por el lado de las fuentes de ingreso, pero no debe olvidarse que durante muchos años Banxico se ha preparado para enfrentar esta eventualidad especulativa y las arcas lejos de estar vacías, ahora alcanzan un máximo histórico de 219 mil millones de dólares.

Todavía más, México es un mercado atractivo porque mantiene un diferencial (spread) de tasas de interés amplio con respecto a Estados Unidos, su principal socio comercial, pero no de manera artificiosa -como sucede en Argentina– porque cuenta con bases económicas sólidas, en el que se conjuga baja inflación con una creciente consolidación del mercado interno y un crecimiento de la infraestructura y de la conectividad que atrae capitales productivos y detonan la inversión privada nacional. De modo que no resulta lejano el que estos capitales golondrinos retornen al país o que ese vació sea llenado por nuevos tenedores o rentistas; lo que implicaría para otro tipo de agentes –menos poderosos que los especuladores– que se lleven un chasco o que terminen con pérdidas al retornar el tipo de cambio a niveles más razonables, que estimo entre 17 y 18 pesos.

Hay una pregunta que aún no se responde: ¿le interesa al mercado la reforma al poder judicial? Más allá de la teoría de la confabulación (la cual me niego a creer), diría que en una democracia se tienen que cuidar las formas y que existe resonancia en el mercado cuando hay declaraciones que limitan o subordinan la vida y las decisiones económicas al poder político, más si se percibe éste como omnímodo o hegemónico.

Nada más imprudente que escuchar la declaración del diputado Ignacio Mier Velasco, quien afirmó que era indispensable acelerar la puesta marcha de la reforma judicial, previamente presentada en febrero por el presidente López Obrador. La impresión para muchos no fue grata (me incluyo) porque parecía que los diputados de Morena o de su coalición iban actuar en bloque y no sobre la base del análisis que debe realizar cada diputado. Lo más grave es que aun cuando presida la actual legislatura, en septiembre de 2024, cuando se decida sobre la suerte de esta propuesta constitucional, Mier ya no será integrante de la Cámara de Diputados, aunque participe en otro foro, en la Cámara de Senadores. En esa misma pifia ha caído el presidente López Obrador quien insiste en que la gente optó mayoritariamente por el plan “C”; haciendo a un lado la evaluación de la propuesta constitucional que la nueva legislatura debe hacer.

Claudia Sheinbaum, otra vez prudente, reitero que una reforma de ese calado no se podía hacer sin una discusión abierta en importantes foros intelectuales, académicos e institucionales, incluyendo a la propia Corte, y que su análisis requería de un parlamento abierto. Para la próxima presidenta de México, entonces, es importante “parlar”, debatir, discernir y conciliar, todo con el objetivo de procurar la excelencia. La función del Congreso no se circunscribe a aprobar o a rechazar las propuestas de reforma constitucional, sino a procurar sus perfeccionamientos con el análisis e intercambio de ideas.

Sobre esa excelencia debe funcionar también el poder judicial y muchos coincidimos que eso no lo da el voto popular, menos si se tienen que elegir a alrededor de mil 500 magistrados o jueces de circuito. Cómo pensar que la simple votación garantiza contar con jueces o magistrados que obren y deliberen bien; o que fundamenten sus sentencias o acuerdos con el pleno conocimiento del derecho e imparcialmente; o tal vez, que siquiera sepan hablar o escribir bien. No bastan los años de titulación como abogado (cinco o diez años), se requiere para ser juzgador tomar en cuenta los antecedentes dentro de la vida social, los méritos profesionales y académicos, las aportaciones y obras escritas (si se tienen) y de la verificación mediante exámenes de oposición de conocimientos, aptitudes y habilidades.

Tal vez, sí, se pueda elegir democráticamente a un cuerpo colegiado con abogados honestos y sin compromisos partidistas que vigilen el proceso de selección, así como la actuación de los jueces y magistrados, sin que existan sesgos que mermen su independencia y autonomía. Ese sería un camino para encontrar la excelencia y retomar el camino histórico de la jurisprudencia, sustentado en la selección de los mejores hombres para enaltecer con sus decisiones lo que resulta correcto dentro de la vida social. Se le debe dar la debida importancia a la reforma judicial porque más que reemplazar a un sistema (podrido, según el presidente López Obrador), se trata de encaminar al país hacia un vida más ética y moral; donde prevalezcan concordantemente la justicia y la ley y sin menoscabo de los derechos y las garantías individuales.

El reto en materia de justicia es muy grande, sobre todo cuando se pretenden hacer cambios radicales; pero lo verdaderamente importante consiste en evaluar lo que se pretende hacer; bajo la premisa que no hay mayor sabiduría que el tomar determinaciones acertadas para el país. La excelencia permite avanzar con pasos firmes y agigantados en el objetivo de la prosperidad compartida; por eso resulta indispensable llevar a la excelencia a nuestro sistema de justicia y eso -lamento no coincidir- no se podría lograr con el simple voto popular.