Si la elección para jueces, ministros y magistrados del Poder Judicial de la Federación y los propios del Tribunal Electoral, que tuvo lugar este pasado 1 de junio, hubiera sido una consulta popular, ésta no habría alcanzado el carácter de vinculatoria, puesto que la participación que arrojó se colocó muy por debajo del 40% requerido para ello.

Desde luego, se trató de una elección y no de una consulta popular, pero el parámetro establecido para que esta última tenga efectos legales, sirve como métrica para la discusión respecto del significado que tuvo la asistencia a las urnas en cuanto al índice que alcanzó, especialmente ante el hecho de carecerse de un rasero que establezca el límite mínimo para declarar la validez de la elección judicial.

En efecto, la asistencia a las urnas para la elección de los jueces fue de alrededor del 13% del padrón, lo que marca un débil registro que contrasta con la publicidad y esfuerzos destinados a impulsar la asistencia a las urnas, así como respecto al índice de conocimiento que se alcanzó en la sociedad sobre su realización, que se ubicó en más del 80% del total, a lo que se debe agregar la intensificación de la información y difusión del evento durante los días previos.

Pero el tema de fondo no tiene que ver con el carácter cuantitativo de la votación, pues se relaciona con la naturaleza misma del proceso de la llamada reforma del poder judicial dentro de una lógica de sustitución integral de juzgadores. Esta es la materia que debe ponerse en la palestra de la discusión.

La intencionalidad de la reforma pretendió combinar lo mejor de dos métodos; de una parte, los aspectos que miden atributos y méritos y, del otro lado, la elección popular una vez calificados a las y los aspirantes. Pero tal simbiosis estuvo muy lejos de darse debido que la labor de los Comités de Evaluación dejó mucho que desear, al grado que una vez integradas sus respectivas propuestas fueron exhibidos varios casos de aspirantes con antecedentes y datos más que cuestionables.

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Por ende, la fase electiva arrastró vicios e insuficiencias graves de la parte precedente, al tiempo que los electores se vieron en el dilema de pronunciarse y optar en el marco de un ejercicio poco claro, complejo y, para colmo, sujeto a distintos intentos de manipulación e intermediación de distintos actores.

Cuando se discutió en el Congreso la reforma judicial, quienes la apoyaron señalaron que había merecido el respaldo de los electores al formar parte de las propuestas de la candidata triunfante de los comicios presidenciales de 2024; pero ese endeble argumento queda palmariamente descalificado ahora que se llegó a la elección de los juzgadores ¿dónde están esos votantes que se dice respaldaban la propuesta electiva? ¿Cómo asumir que había un amplio acuerdo en torno de ello cuando la cifra de concurrencia a las urnas es tan solo del 13% del padrón electoral? Lo anterior, aún sin descontar los votos nulos y los que se emitieron en blanco que se estiman en un 23% del total emitido.

La mayor parte del pueblo decidió no ir a votar y ese hecho tiene un significado que no se puede pasar por alto. Indica que la sociedad no respalda o desconfía de esa decisión y que no se dejó atrapar por el falaz argumento de que el proceso fortalecía la democracia.

El sometimiento del poder judicial a un proceso de elección popular dibuja la construcción de un vínculo con los electores y, por esa vía, la existencia de un mandato imperativo o vinculado a sectores o intereses que condicionan su actuación; por esa misma dirección se encuentra el peso del aparato de gobierno, de sus directrices y grupos asociados para hacerlo preeminente para orientar los votos -tal y como ha sido ampliamente acreditado con los famosos acordeones y los distintos métodos y fórmulas para influir en los votantes-.

Existen sobrados elementos para establecer que la reforma judicial es más bien una deforma y que es una vía para derruir su autonomía y ejercicio de contrapeso al poder ejecutivo. Un ejercicio de esencia autoritaria y que repite pautas que se dieron en el pasado como cuando el vanciller Hitler decidió en 1933 modificar la integración del Tribunal Supremo para alinearlo a los intereses del partido Nazi, como también ocurriera con la composición del Tribunal del Pueblo. Quedó aclaro que una visión discrecional y autoritaria del ejercicio del poder político no era compatible con el funcionamiento de tribunales independientes y autónomos.

Tras ese propósito de no tener contrapesos y de disponer de un ejercicio del poder fuera y libre de restricciones, se entiende la reforma del poder judicial y de la elección popular de jueces para sustituirlos conforme a los intereses y visión del gobierno. En ese sentido poco importa cuántos hayan asistido a las urnas; lo relevante es garantizar la sustitución de los que estaban y, consecuentemente, el arribo de quienes los habrán de reemplazar con el aval del gobierno bajo el escudo de una ficción democrática.