Hugo Quiroga, politólogo argentino, ha escrito en Clarín que “Javier Milei, el presidente inesperado, se convirtió en cinco días en un líder decisionista, que legisla por decreto”. Lo consiguió mediante “un incomprensible megadecreto de necesidad y urgencia (DNU)”.
El problema para Argentina es que otros presidentes también han gobernado por decreto abusando de los DNU, es decir —cito a Wikipedia—, de las normas que a pesar de ser sancionadas solo por el poder ejecutivo, tienen validez de ley.
Desde luego, “una vez promulgado el DNU, el congreso tiene las atribuciones para analizarlo y determinar si continúa vigente o no”.
Sigo con Wikipedia: “Los DNU sólo deben dictarse en situaciones excepcionales, cuando sea imposible seguir los trámites para sancionar leyes mediante el congreso”.
Para el politólogo Quiroga, el diseño del mega DNU de Milei es cuestionable porque no se justifican plenamente “las circunstancias excepcionales, la urgencia y la extrema emergencia, que exige la Constitución”.
Milei, evidentemente, busca convertir al poder ejecutivo “en una autoridad legislativa delegada, de carácter permanente”. De ahí la inconstitucionalidad.
Es interesante lo que Hugo Quiroga apunta sobre los liderazgos decisionistas: Se explican por el contexto político, pero sobre todo por la personalidad del líder, por su voluntad “tanto en la excepción como en la normalidad”.
En la democracia argentina, teóricamente “los sujetos de la decisión política son el congreso y el poder ejecutivo, y el orden de excepción debe tener un límite temporal”. El decreto de necesidad y urgencia o DNU debe justificarse, pues. Y ser constitucional.
El régimen de excepción nació en 1989 y, desde entonces, ha sido una estrategia de gobierno: “La apelación a la emergencia permanente es el recurso de un largo fracaso de la capacidad de gobernar”.
La sociedad de ese país ha fracasado en la tarea de evitar que el régimen de excepción se traduzca en concentración del poder y no se han impedido “las arbitrariedades que traspasan los límites constitucionales”.
El politólogo citado recuerda un artículo reciente, también publicado en Clarín, de Fabián Bosoer: “¿Será con más emergencia y más excepcionalidad como podremos construir un país normal?”.
Un país normal y la Corte Suprema de Justicia de la Nación
Algo en apariencia elemental no lo ha conseguido la sociedad argentina. Regreso a Hugo Quiroga: Los 34 años de facultades extraordinarias demuestran que Argentina está lejos de la normalidad: “Hasta ahora lo que sabemos es que no se ha construido un país normal”.
El presidente Milei no cuenta con mayoría en ninguna de las dos cámaras. ¿Ello evitará que el mega DNU sea aprobado en el poder legislativo? No, según Walter Schmidt, otro articulista de Clarín: “Pese a la discrepancia que han mostrado en la oposición, desde el peronismo no K y el radicalismo creen que el decreto finalmente no será anulado”.
Por fortuna, apunta Schmidt, “no está claro aún el rumbo del poder judicial”. Milei no tuvo cuidado y se abstuvo de operar en la argentina Corte Suprema de Justicia de la Nación.
En el diario La Nación, Hernán Cappiello va más allá y sostiene que con alta probabilidad la corte anulará el megadecreto de necesidad y urgencia de Milei.
El DNU de Milei, afirma Cappiello, difícilmente aprobará el examen de constitucionalidad. Y ni siquiera es necesario un fallo del máximo tribunal para frenarlo: “Basta con que un juez de cualquier parte del país, de cualquier fuero, laboral, civil, comercial o contencioso administrativo, dicte una medida cautelar para que se suspenda su aplicación hasta tanto decida una cámara y, al final, la corte”.
La falta de normalidad en México y el papel fundamental de la SCJN
El hecho de que, en Argentina, solo la corte suprema sea capaz de contener las atolondradas ansias decisionistas de Javier Milei, motiva a luchar todavía más por la independencia del poder judicial mexicano, que quizá se vea amenazada por una reforma planteada por la 4T.
Los y las especialistas en derecho que conozco, y son bastantes, rechazan unánimemente la propuesta del presidente AMLO —secundada por la ya casi presidenta Sheinbaum—, de elegir mediante voto directo a ministros, ministras, jueces, juezas, magistrados y magistradas. La verdad de las cosas es que no se han presentado argumentos sólidos para justificar una reforma en tal sentido.
Dudo que el experto en el tema del equipo de Sheinbaum, el exministro Arturo Zaldívar, pueda desarrollar razones objetivas convincentes para considerar benéfica la elección mediante el voto popular de las personas juzgadoras —razones no políticas, sino basadas en la teoría del derecho y en las mejores experiencias internacionales—.
Hasta Loretta Ortiz, la ministra genuinamente más identificada con la 4T —por convicción, por los principios del movimiento de AMLO, no por conveniencia política— ha rechazado con argumentaciones poderosas la propuesta de que la gente vote por quienes han de llegar al poder judicial, ya que deben ser independientes no solo de los otros poderes, sino también de la mercadotecnia electoral que suele llevar a candidatos y candidatas a defender absurdos para no perder las votaciones.
México y el régimen de excepción que hemos vivido... y sufrido
Me han preguntado acerca de lo que, en mi opinión, haría Claudia Sheinbaum diferente en relación al gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Eso solo lo sabe la propia Sheinbaum. Ya detallará en qué consiste el segundo piso de la transformación o la continuidad con cambio de la que hasta el propio AMLO ha hablado.
Lo único que ahora puedo decir es que, si Claudia gana las elecciones de 2024, y me parece que las ganará, ella será la presidenta de un país normal, algo que México no ha sido en los últimos sexenios. Veamos:
1.- En 1982 el presidente López Portillo nacionalizó los bancos.
2.- Su sucesor, De la Madrid, intentó privatizar la banca, pero no lo logró. Sí lo hizo, en 1990, Carlos Salinas.
3.- El presidente Salinas logró muchas otras reformas estructurales —o neoliberales, para el caso es lo mismo—, que incluyeron más privatizaciones.
4.- Pero Salinas se quedó corto, en opinión de la derecha. Entonces, el presidente Zedillo continuó con las reformas estructurales, entre ellas la del poder judicial.
5.- El presidente Fox intentó una profunda reforma energética neoliberal, pero fracasó. Su secretario de Energía, Ernesto Martens, tuvo que anunciar a inversionistas privados que no se preocuparan, que el foxismo tenía un plan b —así, “plan b”—.
6.- Calderón tampoco pudo llevar el neoliberalismo hasta sus últimas consecuencias. Como Fox, no consiguió pactar con el PRI y el PRD. De ahí que Ciro Gómez Leyva, en una columna de Milenio, calificará como “la generación del fracaso” a la de Felipe Calderón, Vicente Fox, Beatriz Paredes, Manlio Fabio Beltrones, Andrés Manuel López Obrador y los chuchos perredistas, Jesús Ortega y Jesús Zambrano.
7.- Al inicio del gobierno de Peña Nieto, el priista Beltrones me dijo que solo veía a dos mexicanos con proyectos de nación bien definidos y, además, con la capacidad para sacarlos adelante. Uno, Luis Videgaray —entonces principal colaborador del presidente Peña—, y el otro, Andrés Manuel López Obrador.
8.- Videgaray sí pudo cambiar a México hacia el neoliberalismo. Operó con eficacia y convenció al PAN y a los chuchos del PRD de ir, en 2012, al Pacto por México para alcanzar la totalidad de las reformas estructurales con las que había soñado la derecha durante varios sexenios.
9.- Gómez Leyva celebró las reformas de Videgaray en un artículo de 2014 publicado en Milenio: “La generación del fracaso ha quedado atrás”:
- “Independientemente de la forma en que aterricen y se concreten las reformas en los próximos años, no hay razón para seguir hablando de una generación del fracaso”.
- “El acuerdo se impuso una, dos, varias veces en el congreso y fuera de ahí”.
- “Se impuso, asimismo, el lenguaje de la moderación”.
10.- La comentocracia dejó como único líder político hundido para siempre en la generación del fracaso a AMLO, quien no participó en el Pacto por México.
11.- Pero López Obrador ganó la presidencia en 2018 y tiró a la basura todas las reformas estructurales o neoliberales de Videgaray y los otros.
Mala cosa que en México gobernar haya sido sinónimo de reformar…
Sin las facultades de los decretos de necesidad y urgencia de los presidentes argentinos, los presidentes mexicanos cada vez que han podido han realizado grandes cambios que después otros presidentes echan atrás o que, por falta de apoyo en el poder legislativo, nadie logra consolidar.
¿No es ridículo haber nacionalizado los bancos para después privatizarlos? ¿O haber trabajado tanto para reformar el sector energético para, posteriormente, también con mucho esfuerzo, echar abajo los cambios?
México no ha sido un país normal porque ha vivido en la excepcionalidad diagnosticada por quienes han gobernado, lo que les ha llevado a intentar cambiarlo todo en cada sexenio.
La ventaja de que gobierne Claudia Sheinbaum, como parece que va a suceder, es que ¡¡¡ya, al fin!!!, no habrá necesidad de más reformas profundas, sino que entraremos en la etapa que más se necesita: consolidar lo que se ha hecho en el pasado periodo presidencial, ajustar lo que haga falta —poco a poco, sin sobresaltos, con ingeniería social social fragmentaria, diría Karl Popper — y trabajar, sobre todo en el escritorio, para convencer de que las cosas pueden mejorar sin andar intentando a cada rato grandes revoluciones que, la verdad sea dicha, solo son posibles y duraderas muy rara vez en la historia.
Ya no más cambios, por favor.
Urge un periodo largo de estabilidad política, de consolidación, de equilibrio, de continuidad, de perdurabilidad, de afianzamiento.
Ojalá el sexenio 2024-2030 de la presidenta Sheinbaum no inicie con un debate polarizador acerca de la reforma del poder judicial. No hay duda de que este debe cambiar, pero lo racional es que cambie sin fuertes sacudidas y en la lógica del consenso de quienes sí saben y que, de plano, no aceptan la propuesta de elección directa de las personas juzgadoras. No es mucho pedirles a Andrés Manuel y a Claudia.