La decisión cayó como un golpe a la soberanía: México perdió el panel del T-MEC sobre el maíz transgénico. Durante año y medio, se libró una batalla legal entre la preservación de nuestras semillas de maíz natural y la férrea defensa de los intereses comerciales estadounidenses. El resultado es claro: en 45 días, el gobierno mexicano deberá abrir sus puertas al maíz genéticamente modificado, pese a haber levantado un dique normativo en 2020 con la intención de proteger nuestra biodiversidad y garantizar la seguridad alimentaria.

Entre los argumentos para combatir este tipo de maíz está el hecho de que las alteraciones genéticas provocan efectos indeseables a la salud, generan dependencia económica a semillas infértiles, exclusivamente patentadas para su uso controlado y aceleran los procesos de erosión en los suelos. Adicionalmente, la siembra de maíz transgénico altera y contamina a las semillas originarias, que en nuestro país son tan diversas, pervirtiendo los tipos de maíz ancestrales con los que México cuenta.

La Secretaría de Economía, en una postura que mezcla resignación y dignidad, ha señalado que no comparte la determinación del panel, pero que la acatará en respeto al sistema de solución de controversias del tratado. Sin embargo, el trasfondo es más oscuro: ¿qué implica para un país como México ceder a intereses foráneos, aun cuando ello vaya en contra de principios fundamentales, como la salud pública y los derechos de los pueblos indígenas?

El símbolo de soberanía alimentaria

Durante el gobierno de López Obrador, el maíz se convirtió en un símbolo. El expresidente apuntaba a cuidar la salud y preservar las variedades nativas del país. Fue el 13 de febrero de 2023 cuando se publicó en el Diario Oficial de la Federación el decreto con el que se ordenaba revocar y no dar más autorizaciones para el uso de maíz genéticamente modificado para alimentación humana en la elaboración de masa y tortilla, así como la prohibición el uso del glifosato, con un periodo de implementación en marzo de 2024.

El glifosato, es un agroquímico con controversias de sobra, utilizado como herbicida con impacto cancerígeno a la salud humana, aunque este panel apunte a la ciencia y a la innovación para permitirlo. Es tal el nivel de peligro, que por los efectos nocivos para la salud, es un químico prohibido en Austria, Bermudas, Dinamarca, Italia, Francia, Países Bajos y Vietnam en tanto que en Escocia, España, Argentina y Nueva Zelanda se han impuesto prohibiciones locales.

Permiso para envenenar, prohibición para innovar

El reto que tiene en frente la presidenta Claudia Sheinbaum no es menor. Por un lado, la lucha por preservar el maíz natural y la alimentación libre de químicos es una causa que se ha interiorizado hasta la médula del obradorismo. Se define en el nacionalismo y la soberanía, se acompaña de causas ambientalistas y se asocia con elementos tan básicos de la cosmovisión cultural mexicana como la tortilla. Es el alimento base de tantísimas generaciones, un emblema de resistencia hasta frente a la conquista. Frente a la resolución del panel, con ánimo de preservar nuestra biodiversidad y salvaguardar el patrimonio biocultural que representan las variedades de maíz nativo, la apuesta nueva del gobierno mexicano será permitir la importación, pero prohibir la siembra. Desde que López Obrador envió amenazas sobre imponer aranceles, Estados Unidos no tardó en responder, argumentando que estas restricciones eran barreras comerciales disfrazadas. Hoy, el panel les ha dado la razón.

Pero, ¿realmente se trata solo de ciencia y comercio? La decisión del panel, que acusa a México de adoptar políticas “no basadas en la ciencia”, no deja de ser un golpe simbólico. La narrativa del vecino del norte exalta la biotecnología como una herramienta para enfrentar el cambio climático y mejorar la productividad agrícola. En contraste, para México, el maíz no es solo un producto: es identidad, es vida, es historia.

Encima de eso, la prohibición de siembra en territorio mexicano podría tener varias consecuencias lesivas, entre ellas, la imposibilidad de competir frente a los productores norteamericanos, que al contar con maíz transgénico, optimizan recursos con los que los productores mexicanos no podrían contar, teniendo como consecuencia que en vez de lograr mayor producción mexicana, se mantengan o incrementen las importaciones de maíz producido en Estados Unidos para cubrir la demanda de productos que se realizan con este cereal. Adicionalmente, la prohibición de siembra de este tipo de maíz podría limitar la innovación científica, puesto que las semillas de maíz transgénico nacieron en laboratorios mediante la investigación y posteriormente, fueron patentadas. La prohibición implicaría que científicos mexicanos no puedan intentar crear nuevas semillas genéticamente modificadas sin los efectos adversos que tienen las norteamericanas, que erosionan el suelo y además, son dependientes de aditivos o sustratos costosos para que logren crecer.

La ironía es evidente. El mismo sistema de resolución de controversias que en su momento nos benefició en la disputa por las reglas de origen del sector automotriz ahora nos obliga a doblegarnos ante el gigante estadounidense. La soberanía alimentaria, ese concepto que parecía inalienable, hoy se tambalea, presa de acuerdos comerciales que, aunque vitales, parecen erosionar nuestra capacidad de decidir qué consumimos y cómo protegemos nuestro entorno.

Mientras tanto, la reacción del gobierno de México genera más preguntas que respuestas. Aunque ha aceptado el fallo, ¿qué pasará después? Es probable que se exploren vías legales para revertir o, al menos, mitigar los efectos de esta decisión. Y no solo eso: organizaciones ambientales, productores locales y sociedad civil no permanecerán en silencio. La defensa del maíz nativo y de nuestra soberanía alimentaria está lejos de terminar.

El horizonte también es incierto en el plano internacional. En 2025 se inicia el proceso de revisión del T-MEC, programado para 2026. Con un posible regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, la renegociación del tratado pinta como una tormenta en ciernes. México, debilitado por decisiones como esta, llegará a la mesa con menos fuerza y más interrogantes.

Sin embargo, en un país donde se acusa frecuentemente al gobierno de ignorar las instituciones, aceptar este fallo puede ser visto como un acto estratégico. Envía un mensaje de certeza a los inversionistas extranjeros: México, al menos en este caso, cumple con las reglas del juego. Aunque tiene en sus manos buscar otras alternativas para no hacerlo. En cuyo caso, esta resolución también podría ser leída como una provocación.

Pero la pregunta persiste: ¿a qué costo? En el tablero global, las fichas del comercio y la ciencia han desplazado los valores de la soberanía y la identidad. ¿Es este el precio de ser parte de un tratado como el T-MEC? ¿O es una señal de que necesitamos renegociar no solo las cláusulas, sino nuestra posición como nación ante el mundo?

El maíz transgénico, más que un grano modificado, se ha convertido en un símbolo de las tensiones entre modernidad y tradición, entre comercio y cultura, entre lo que somos y lo que nos quieren obligar a ser. En este juego, México tiene mucho más en juego que un simple tratado: tiene su esencia misma. Al tiempo.