La maldición de la modernidad no ha sido la desigualdad, tampoco la corrupción. La mayor falta del México de las nuevas generaciones es la inseguridad. Violencia asociada al crimen organizado siempre ha habido, pero en no en extremos como los actuales. Para algunos la métrica data de finales del siglo pasado, otros la refieren al gobierno de Felipe Calderón. La realidad es que el incremento en los homicidios dolosos parte de tal gestión, aunque el deterioro de la seguridad viene de al menos el gobierno anterior.
La maldición de la modernidad es la inseguridad. No está por demás reiterar que la responsabilidad básica de cualquier tipo de autoridad es la paz social. No hay régimen de gobierno ni proyecto político aceptable o admisible que deje de lado la garantía a las personas sobre sus vidas, derechos y patrimonio.
El país está en su peor momento. Son tres las consideraciones. Primero, la realidad misma, los números de homicidios dolosos son propios de una guerra civil. Entre desaparecidos y asesinatos este gobierno terminará con una cifra del orden de los 250 mil. Segundo, la política pública. El gobierno nacional ha renunciado en hacer valer la ley y llevar a la justicia a los criminales; inaudito que pueda más la presión del gobierno norteamericano que la exigencia doméstica para que el gobierno cumpla con sus responsabilidades. Tercero, la complacencia social; la sociedad mexicana y sus organizaciones han normalizado lo que debiera ser indignación generalizada. La violencia es parte del paisaje.
Si la elección de 2024 se definiera sobre el tema de inseguridad habría alternancia en la presidencia de la república y la oposición en su conjunto obtendría mayoría legislativa. No hay manera de convalidar la política de abrazos a los criminales y balazos a las personas, particularmente a los jóvenes. Precisamente por la complacencia social al presidente López Obrador en esta última etapa le ha dado por revictimizar a los jóvenes al asociar sus homicidios al tema del consumo de drogas, tesis inaceptable, además de falsa y cruel en extremo.
Cabe destacar que los estados con mayor deterioro, con la singular excepción de Guanajuato, están gobernados, en al menos dos órdenes de gobierno, por autoridades de Morena. La estadística es incontrovertible, donde gobierna Morena o sus aliados la violencia se desborda o crece. Hidalgo pareciera ser paréntesis, sin embargo, es muy temprano para un juicio definitivo.
La policía nacional, militar o civil, por sí misma no resuelve. De una o de otra manera esta ha sido el eje de la estrategia del último cuarto de siglo. La solución debe construirse desde la base, con políticas públicas que incluyan a las autoridades municipales y estatales, así como los sistemas asociados de procuración y administración de justicia, además del régimen carcelario y de readaptación social. Ciertamente, es costoso, complicado y lento, pero no hay de otra. No existen coartadas ni salidas fáciles.
Hay experiencias exitosas que dan cuenta de que lo local es fundamental para contener al crimen, Yucatán y Aguascalientes, o para ganarle la batalla, Coahuila y Querétaro. Revelador que las buenas cuentas se ofrecen con gobiernos opositores, pero más que eso, con autoridades que entienden los términos de su responsabilidad y con ello privilegian en el presupuesto y en las acciones de gobierno la seguridad pública y un sistema confiable de justicia. En todos los casos los militares y la Guardia Nacional han estado presentes, pero la clave del éxito son las policías de proximidad, una procuración de justicia que funciona y un sistema judicial que sanciona.
El fracaso por el imperio de la criminalidad y la violencia no sólo refiere al gobierno actual, sino a lo que no se ha hecho bien desde hace décadas. El problema está en el desdén generalizado a la legalidad, problema no sólo de los políticos, también de los ciudadanos y, particularmente, de sus élites. Lo que ahora ocurre es peor porque el gobierno ha politizado a la justicia en dos sentidos: rechazar y demonizar a los juzgadores por toda resolución adversa y, por el otro, utiliza políticamente a la justicia penal y a las instituciones del Estado asociadas.
Ciertamente, la maldición de la modernidad es la violencia vinculada al crimen organizado. Que el debate público lo aborde en la elección será fundamental para un cambio que restituya al Estado en el cumplimiento de sus responsabilidades.