Si se considera al Estado como un aparato de poder superior tal y como lo postulan algunas corrientes, es de colegirse que su conquista pude servir para garantizar los propósitos e intereses de quien toma su dominio; por ende, otro grupo, corriente o clase que lo haga, estará en condiciones de impulsar sus propios fines, así sean opuestos a los de aquellos. Es decir, que el aparato estatal merced a su carácter de instrumento, puede ser empleado con las finalidades que tenga quien asume su dominio; puede cambiar de dueño y trastocar así sus propósitos.
Engels hacía una alegoría al respecto en su texto “De la autoridad” cuando señalaba que una fábrica, un ferrocarril o un barco en alta mar sin una autoridad o poder y conforme a un plan, sería imposible su funcionamiento; así postulaba que una revolución es un acto mediante el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra con un carácter autoritario, para lo cual el partido victorioso tiene que mantener su dominio.
Por su parte, Lenin se basaba en ello para plantear la toma del aparato estatal y ponerlo al servicio de los propósitos enarbolados por la revolución en la fase de la dictadura del proletariado. En fin, el Estado como aparato que permite la prevalencia de ciertos intereses, los cuales resultan legitimados y convertidos a la esfera pública, lo que plantea una disputa esencial, operativa e ideológica.
Para la izquierda marxista leninista el Estado es un instrumento de dominación de una clase sobre otra, de ahí la necesidad de asumir su control para encaminar al socialismo y de ahí a su ideal comunista. Pero lo que interesa aquí es destacar el papel estratégico que tiene el dominio del Estado en una visión de cambio de inspiración revolucionaria de izquierda, y que en el caso de ser ésta de carácter pacífico pareciera mantener algunos de sus rasgos esenciales.
Desde luego no estamos en el marco de una revolución socialista que, recordemos, con Marx se consideraba a la violencia como la partera de la historia. En este caso se habla de una revolución pacífica, pero revolución al cabo, en el sentido de cambio profundo y determinante; en ella, la doctrina de la toma del Estado se coloca en el centro. En efecto un dominio que ha logrado establecerse por los medios legales y democráticos, pero también por los instrumentos que permite el ejercicio del poder a partir del aporte de fuerza y de recursos, de todo tipo, para el que gobierna.
Cierto que nada puede decirse en el caso mexicano del triunfo electoral del gobierno actual; sería ridículo cuestionarlo y pretender que se maquinó un fraude genial cuando los indicios marcaban, consistentemente, una mayoría en las preferencias de quien finalmente obtuvo la victoria; algunos de los métodos empleados que se basaron en el clientelismo podrían ser objeto de crítica, pero aun así la contundencia de los resultados no permite avanzar más allá de un cuestionamiento de carácter ético y de un descuido de la legislación que se había desarrollado para vacunar la posible intervención de los gobiernos; sin lugar a dudas quien ganó lo hizo con las reglas que ya existían, y las insuficiencias de las mismas no les son atribuibles.
En donde la discusión se torna cerrada y se compromete es en lo relativo a la integración de la representación en la Cámara de Diputados, que hizo posible el artilugio de convertir un porcentaje de votos que se ubicó en el 54% de las preferencias a favor del partido en el gobierno y de sus aliados, para que se tradujera en una participación de alrededor de 20 puntos porcentuales adicionales a esa proporción en ese espacio del Congreso, y así lograr lo que se ha venido en denominar la super mayoría del partido en el poder.
Con todo lo polémico de ese caso, debe admitirse que el huevo de la serpiente estuvo en la reforma electoral de 1986, cuando se introdujo la famosa cláusula de gobernabilidad, merced a la cual se consideraba que si ningún partido alcanzaba la mitad más uno de los diputados (entonces con una composición que inauguraba el número de los 500 integrantes que lo conforma hasta la actualidad), se le otorgaba al partido que hubiese logrado la mayor cantidad de triunfos por la vía uninominal, el número de curules necesarias por el método de representación proporcional para que lograra tener la mayoría absoluta.
Los excesos de esa disposición pretendieron acotarse en la reforma de 1996, cuando se estableció que ningún partido podría tener una sobrerrepresentación de más del 8% de su votación y que tampoco podría alcanzar un número total de integrantes de más de 300 diputados; pero la disposición careció de la actualización necesaria en su prescripción y quedó sujeta a una aplicación polémica y ajena a su espíritu, con lo que fue posible beneficiar a quienes ahora ostentan una sobrerrepresentación que acaba por distorsionar el equilibrio de las fuerzas políticas, al tiempo que lleva a horadar a la pluralidad política por la que, indiscutiblemente, se pronunciaron los electores.
Más allá de la discusión al respecto, debe considerarse que la forma de arreglar la mayoría calificada en la Cámara de Senadores ha sido de escándalo, pues visibilizó el uso de los recursos del poder para incorporar en la bancada oficialista a quien no arribó al espacio senatorial por esa vía, pero que fue cooptado por métodos y negociaciones aviesas. Se trata, en efecto, de tener el dominio del Estado a partir de conquistar al poder ejecutivo y de construir la mayoría calificada en el poder legislativo; en este último caso con claro descuido de los métodos empleados para lograrlo.
Completará el círculo la reforma del poder judicial que está en fase de colmar las disposiciones necesarias para su instrumentación, y que garantiza proyectar a través de las propuestas de los otros poderes, su predominio para elegir a ministros, magistrados y jueces. Entonces, culminar la toma del Estado mediante una revolución pacífica, pero no pacificadora. Véase el clima de inestabilidad y conflicto en todo el país; cuidado, la violencia como la partera de la historia, como decía Marx.