La blancura de la sotana pontificia brilla de manera distinta cuando la porta un hombre que ha orado durante años en latín, ad orientem, en el silencio sagrado del rito romano antiguo. León XIV, el agustino de Chicago, peruano de corazón, romano de obediencia, ha subido al solio de Pedro con la cautela de un teólogo y la gravedad de un liturgo. La Iglesia vuelve a mirar hacia el este.
Mucho antes de la fumata blanca, los pasillos vaticanos sabían que Robert Francis Prevost era papable. Lo que no se decía tan alto, pero sí se murmuraba en sacristías y bibliotecas privadas, es que el cardenal Prevost celebraba en privado la misa tridentina. No lo hacía por nostalgia, sino por convicción: porque en esa misa silenciosa, austera, profundamente dogmática, encontraba no sólo belleza, sino verdad. Quienes lo vieron arrodillado ante el canon romano no dudaban de su interioridad. No imitaba: se ofrecía.
La elección de León XIV no ha producido sobresaltos institucionales. Ninguna revolución. Y sin embargo en Roma el cambio más profundo es el que no hace ruido. No ha reafirmado traditionis custodes, ni lo ha ejecutado con rigor. Las comisiones creadas para vigilar el cumplimiento del motu proprio han entrado en una suerte de letargo. Algunas han dejado de reunirse. Otras simplemente han dejado de sancionar.
La cercanía del nuevo pontífice con el cardenal Raymond Leo Burke, antes marginado por el círculo bergogliano, no es mera cortesía. Con Burke lo une algo más denso: una eclesiología común, una antropología sacramental, un amor compartido por la precisión doctrinal y la belleza como vía a la verdad. En su compañía hay un gesto que evoca no el retorno a una época, sino a un principio.
El caso del obispo Joseph Strickland, despojado de su diócesis no por herejía, sino por ortodoxia, resuena ahora en otro tono. Su resistencia silenciosa, su fidelidad sin cálculo, se han convertido en faro para toda una generación de sacerdotes que no han renunciado a pensar que el evangelio no se negocia. Otro tanto puede decirse de monseñor Athanasius Schneider, voz firme en años de ambigüedad, que defendió el rito antiguo con la claridad de un padre al conciliar un mal entendido. No ha sido rehabilitado oficialmente. No lo necesita: el aire mismo del pontificado le da razón.
En este nuevo clima, una figura hasta hace poco ignorada cobra centralidad teológica: la fraternidad sacerdotal San Pío X. Con el padre Davide Palliagrini como superior general, esta ha mantenido, no sin tensiones, una postura de fidelidad doctrinal y resistencia litúrgica. Palliagrini, italiano firme (diplomático cuando conviene) pero sin dobleces, ha insistido en que no se trata de crear una Iglesia paralela, sino de sostener lo que nunca debió disolverse. En sus palabras, “la liturgia no es sólo forma: es fe encarnada, es la memoria viva de la Iglesia”. Bajo su dirección, la fraternidad ha dejado de ser vista como marginal para convertirse en termómetro del malestar profundo y del anhelo creciente dentro del catolicismo mundial.
Las capillas de la FSSPX rebosan. Donde se prohíbe el antiguo rito, la fraternidad crece. No es un acto de protesta: es una sed de raíces. Los jóvenes sacerdotes (en diócesis, institutos y seminarios) estudian el misal de 1962 en silencio, con discreción, como quien aprende el idioma de su abuela para no dejarla morir. Celebran ad orientem no como gesto político, sino como acto de humildad. A la lógica pastoral del “acompañamiento”, responden con una liturgia que no acompaña, sino que conduce.



Benedicto XVI dijo que lo que fue sagrado para las generaciones anteriores no puede dejar de serlo para nosotros. León XIV no lo ha citado, pero parece vivirlo. No ha derogado, pero ha liberado. No ha ordenado, pero ha permitido. Su pontificado, al menos en estos albores, no busca restaurar por decreto, sino crear las condiciones para una restauración que brote desde abajo. Como el jardinero que no forza la flor, pero riega la raíz.
La Iglesia, tras años de sínodos de confusión, parece mirar hacia la liturgia no como refugio, sino como horizonte. El caos sinodal no ha destruido la fe, pero ha revelado su fragilidad. Y en esa fragilidad, el antiguo rito aparece como ancla. Como roca. Como columna que no tiembla.
Roma vuelve a respirar incienso. No es humo de incienso ideológico, sino el aroma de lo verdadero. Si el futuro de la Iglesia pasa por el altar y no por la asamblea, León XIV será recordado no como el Papa del giro doctrinal, sino como el que dejó de obstaculizar la restauración que vendrá.