La administración de justicia es una de las funciones esenciales del Estado. No es una frase hecha ni un simple lugar común: en realidad, junto con la recaudación de impuestos, la seguridad pública y a seguridad nacional, son aquellas de las cuales el Estado no puede prescindir para ser llamado tal. En el caso de los tribunales es, ni más ni menos, la respuesta civilizada a la venganza privada. De eso estamos hablando cuando decimos que necesitamos un mejor aparato judicial.
La administración de justicia es una piedra angular en la estructura de cualquier sociedad organizada. Sin un sistema judicial que funcione de manera eficiente y justa, la confianza en las instituciones se desmorona y el tejido social se descompone. Los tribunales no solo resuelven conflictos y castigan delitos, sino que también actúan como garantes de los derechos y libertades individuales y sociales. Es en el seno de estos organismos donde se materializa la promesa de igualdad ante la ley, una promesa que, si se cumple, fortalece la cohesión social y asegura un desarrollo armónico de la comunidad. Es indudable reconocer una realidad: el aparato judicial en México, tanto federal como en las treinta y dos entidades federativas, salvo excepciones honrosas y visibles, tiene evidentes signos de desgaste en todas sus materias. Como abogado postulante, como director jurídico de dos conglomerados de relevancia y como participante de la comunidad jurídica en más de diez estados del país, me consta.
La importancia de un aparato judicial robusto y accesible no puede ser subestimada. Más allá de ser un mecanismo de resolución de disputas, el sistema de justicia refleja los valores y principios de una sociedad. En un mundo donde las complejidades legales y los conflictos de intereses son cada vez más frecuentes, es imperativo que los tribunales estén equipados para manejar estos desafíos con integridad y transparencia. Es inevitable reconocer que aquellos que pueden acceder a la justicia en el sentido más técnico del término, son los que tienen recursos económicos y personales abundantes. Solo a través de un sistema judicial confiable se puede garantizar que las leyes se apliquen de manera equitativa y que el pueblo tenga la seguridad de que sus derechos serán protegidos, asegurando así la estabilidad y el desarrollo con inclusión. Lo demás, es burocracia.
Por ello, una de las lecciones que deja esta reforma es que no bastará ya con tener dinero y conocidos suficientes para obtener resoluciones judiciales ajustadas a derecho o, si se quiere, favorables a los intereses de un determinado litigante. Esta reforma plantea dos necesidades inmediatas para todo el gremio que se dedica al ejercicio del derecho: primera, estudiar las leyes ya existentes: no bastará con poder contar con el favor de un órgano judicial o con la capacidad de presionar a un juzgador directa o indirectamente para que pueda dar la razón en algo; la élite juzgadora será renovada, en principio, por una más nueva y más ajustada a los principios de imparcialidad, honestidad y aplicación estricta del derecho, así que quien no conozca las leyes, los reglamentos, la jurisprudencia y los cientos de normas que forman el orden jurídico nacional y que tampoco cuente con las herramientas argumentativas y de lógica que le permitan exponer su caso adecuadamente, se verá en grandes problemas; segunda, la de honestidad en dos vías con los clientes o patrones: cuando los asuntos que se planteen a un abogado sean de difícil análisis o resolución, habrá que ser muy claro con aquellos que usen sus servicios: no bastará ya el tener una cartera abultada para prolongar procedimientos durante años o décadas ni será tan fácil que los justiciables pidan a sus letrados que ofrezcan dádivas a los que juzgan (eso será inevitable, pero lo que importa es el reducir este número de horribles e indignos casos) y los propios clientes o patrones tendrán que abrir sus cartas de forma absoluta con sus representantes para poder resolver los asuntos conforme lo exige la ley.
Así pues, esta reforma traerá beneficios sensibles para el Estado mexicano, pero exige a todos los que somos abogados que sigamos en formación técnica y ética permanentes.